Friday, August 26, 2005

Final para un cuento que ya voy a publicar...

Cuando salimos ya era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Elda nos acompañó por el sendero hasta el fin de la vereda. Sus nietos se habían quedado en la ventana, mirando hacia fuera. Sus ojos brillaban como sólo brillan los ojos antes de salir en una fotografía. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casilla que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo descamado por la lavandina, Elda nos indicó el mejor de camino de vuelta, trazó en el aire un itinerario por calles iluminadas y seguras. Pero extrañamente no teníamos miedo.

Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo. Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y dio marcha atrás cien metros sobre sus huellas.

Durante todo el camino de regreso a casa no hablamos. Tampoco puse la radio. Estábamos más cómodos en silencio. A medida que nos acercábamos, la ciudad progresaba en las ventanas. Había menos polvo en el aire.

Sólo cuando ingresamos en el estacionamiento me pareció que quería decir algo, que estaba buscando las palabras. Lo noté en la vibración de sus labios. Guardábamos el auto en el tercer subsuelo y a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Como ese gas que precede a las confidencias íntimas.

Las gomas chirriaron en todas las curvas hasta que entramos en nuestro nicho.

—Llegamos —dije.
Todavía esperó un poco más. Apagué el motor y guardé la radio en la guantera.
—Vos ya estás grande —dijo de repente, cuando ya no me lo esperaba. —No falta mucho para que te vayas. Lo sé. Y creo... Creo que de ahora en adelante me puedo arreglar yo sola.