Monday, October 17, 2005

Vietnam



Yo recuerdo bien esa noche, aunque en el fondo esté contando otra historia. Hay cosas que no nos dejan. Tú deberías saberlo. Regresaron con nosotros en aquel avión nocturno, ocultas entre la fajina verde y la piel, como sanguijuelas del Mekong. Y ahora emergen desde las rémoras del olvido para encerrar mi día en un pozo. De quién son estas palabras no lo sé, pareciera que tú ya no puedes oírme, y la espiral de rumores que sube desde la calle ahoga lentamente mi voz: la confina a un monólogo interior. De pronto estás lejos y aquí a mi lado, yo todavía no pude irme de Vietnam. Sé que soy contradictorio porque sé que soy un hombre.
A veces estaban tan cerca. No los veíamos: eran bajos, camaleones, siempre dispersos y no actuaban como ejército, pero en nuestros talones la selva reventaba en estrellas verdes. Las esquirlas y las balas abrían tumbas en el musgo, entre helechos y alimañas. Y me acuerdo que una tarde perdimos el pelotón cerca de la costa. Las bombas nos dividieron. Y quedamos así, la noche entera con el agua al cuello, escondidos entre los manglares de un río que era un pulmón líquido. Subía y bajaba, sin olas, sin esparcir collares de espuma, gradual, imperceptible, hasta que el cuerpo entendía que no teníamos branquias. Y entonces era el salto, anfibio, agónico, abrazarse a las raíces de pulpo, y una vez a salvo, recordar que estábamos vivos. Para no publicar el miedo, buscábamos otros ojos en el reflejo del agua, contando en silencio cuántos éramos, si todavía éramos todos.
La mañana siguiente pudimos salir, no nos habían visto. Emergimos desde las raíces, la piel arrugada, como niños viejos a un mundo seco. La transición fue rápida, benigna, en la costa volvíamos a ser hombres. Se borraban los sueños con aletas y escamas, desaparecía la sombra de las sirenas en un borde de la locura. Con la radio dañada, sin alimentos, emprendimos el regreso a Saigón.
Detrás de una barrera de cerros, encontramos una aldea menuda, cercada por campos de arroz. Tierras sumergidas, cuadriculadas. Todavía respiro el vaho sólido que reposaba en el hueco del valle, comprimiendo el mundo en un sueño. Bajamos por una huella abierta de cazadores furtivos. Inclinados, casi anfibios, los campesinos juntaban el arroz en bateas de mimbre. No alzaron las cabezas cuando cruzamos pero sé que sus ojos estaban clavados en nuestra marcha. La aldea quedaba en un claro de arcilla, las cabañas dispuestas en círculo alrededor de una plaza pelada y roja. Algo se quemaba en el aire. Ya no quedaban casi hombres, alguien se los había llevado una noche en camiones oscuros y no habían vuelto. Los perros rondaban, oliendo la carne ausente. Ahora son manchas oscuras en la memoria. Recuerdo niños. Cientos, lastre de una fertilidad exasperada. Niños de barrigas hinchadas, descalzos, con heridas sin costra, de ojos alucinados, niños sin padres, niños de ojos rasgados y de piel morada, del color de los ríos. Y mujeres. Tú te pareces un poco a ella.
Entramos por atrás, por un hueco entre las tablas blandas y húmedas. El cuarto era el estómago de un tigre invertido: un hueco oscuro rayado por las ranuras doradas que irradiaba el crepúsculo. El piso, un rectángulo de tierra comprimida. Por suerte entré con el segundo grupo. El trabajo estaba hecho. Cuando la vi ya era una cosa sin dolor, sin lágrimas, una mancha roja en un catre. Un bulto sin curvas, una cáscara, un pájaro descarnado, un esqueleto vegetal, una inflamación del aire. Recuerdo que otros soldados pululaban afuera, con el aliento pegado a las tablas, esperando su turno. Se podía oír la respiración canina, las tibias efusiones de baba, el latido furioso de la guerra como si estuvieran al lado mío.
La penumbra y el olor fúnebre de las cosas alteraban la cadencia regular del tiempo. Me aproximé al catre, despacio, sin ruido, para no interrumpir la agonía, el rito del desenlace. En el pecho hervía una marea subterránea, apenas contenida por un costillar débil y la cáscara elástica de la piel a punto de reventar. El corazón atlético y febril contradecía la secreta inmovilidad del resto.
Ya no recuerdo si la mataron, si se desangró en el curso de la noche. Unas sombras la enterraron cerca de la cabaña, bajo unos árboles que parecían manos abiertas. Un millón de cuerpos en la superficie de Vietnam, pudriéndose en el aire ponzoñoso de los herbicidas, en el humo de las bombas, y la enterraron igual para encubrir la falta, para olvidarla, como si a un pozo en la tierra le correspondiera otro en la memoria. En el trémolo de la acción no hay culpas ni omisiones. La conciencia es un acto segundo, una perspectiva hacia el pasado. Y la justicia, tú lo sabes, una balanza oblicua, con soporte de barro, ciega por voluntad.
No quiero que parezca una justificación, ni una excusa. No me duele decir que participé sin escrúpulos, que un extraño sabor circulaba en el dolor ajeno. No era una reafirmación del género ni un ritual colectivo necesario. No pasó porque volvíamos a ser hombres y que nadie ensaye la genealogía de un patrón familiar.
Por una vez el miedo era una flecha hacia los otros.
Y el miedo no se traduce, tal vez llegaste a entenderlo, hace un ratito, cuando te saqué la ropa. Una palabra, una combinación de letras, es apenas una llave para evocar un vacío, un dolor indefinible, un silencio. De esos días yo recuerdo la soledad. En la selva, en la catedral verde de los rumores, la presencia animal, la respiración ubicua, multiplicaban el vacío humano, el contacto roto con las cosas. Y me perdí en el delirio, en la encrucijada de mis voces; sólo había espacio para el diálogo de mis órganos, de mis partes, de mi corazón con el hígado, de mis ojos con un riñón. Y en ese capullo solitario pude ser Dios. Diluido, extraño, agotado, extirpé del hombre el instinto de la vida. Lo hice por una razón: así dolía menos el miedo. Ya no importaba tanto un balazo a través del follaje, un soldado esperándome al otro lado del bosque.
Abandonamos la aldea en la madrugada, antes de la salida del sol y sus centinelas. Sabíamos que grupos del Vietcong se escondían en aquellos bosques, en distintos momentos de la noche se oían detonaciones lejanas: morteros trazando parábolas de fuego en el aire. Una mujer casi vieja nos alcanzó en el sendero, en el límite de las chozas. Emergió de entre las palmeras, gritando palabras incomprensibles, la garganta rota de un luto histérico. Ninguno de nosotros conocía el dialecto, pero había una densidad de maldición en su voz, en la articulación de los sonidos. La aparté sin violencia, esquivando los ojos turbios, pero se derrumbó contra mis pies como si yo sudara veneno. No podíamos acoplarnos al resto de los hombres, participar de la compasión. Para sobrevivir había que renunciar al espejo que nos devolvía un rostro de ojos que son como cicatrices, de ojos como los tuyos. En Vietnam, el otro que había que preservar no era el de afuera, sino el otro bajo la misma cáscara, el que compartía mis órganos y el nombre completo, mi doble urbano, de traje, con familia. El que había que guardar para la vuelta, separado transitoriamente por un sistema de esclusas y puentes herméticos.
En el suelo, la mujer que también se parecía un poco a ti extendió los brazos: fue una cruz, dejándose hundir en el dolor, que esa noche tenía coherencia de barro. Cerca de mi hombro, sonó una descarga, un breve vómito de fuego. Los gritos cesaron en un revuelto de brazos y piernas. El cuerpo desapareció en el fondo del charco, como si debajo hubiera un desagüe secreto. A partir de ese momento no volví a girar la cabeza en todo el camino de regreso a Saigón. Marché rígido, engarzado en el ritmo del pelotón, despojado de la memoria reciente.
Tu nombre está hinchado de Asia, de tigres, de cultivos de arroz, de mosquitos gordos de sangre, de pagodas y palacios de oro, del verde genital de la jungla. Y la muerte insignificante. Sé que estamos en septiembre y que abajo no hay selva, que es Nueva York. Que te vi en el supermercado y te traje aquí, con una excusa idiota. Pero es la historia de tu raza. No es tu culpa, lo sé. Ahora veo tu sangre creciendo en la alfombra, tu sangre roja, tan vietnamita como aquella noche, y no es diferente a la mía. Siento un temblor en las muñecas. La guerra vuelve siempre, como un látigo invisible y con un séquito de sueños oscuros. Como el Vietcong, sí, estrategia de guerrilla. Pero hasta hoy no me había alcanzado.

Monday, October 03, 2005

Un dios menor

Un dios menor

Nuestro mundo es el reflejo de las acciones, los anhelos y los sueños de un dios menor. Habita en algún punto del cielo, rodeado por otras divinidades turbias que a su vez proyectan otros mundos. En este lugar no existe un ente superior: el autor del universo ha muerto, era el Origen y estaba en su destino morir tras su nacimiento. Ahora gobierna toda la Existencia. El sistema que rige el cosmos es, pues, una suerte de democracia o anarquía.
Es claro que no siempre fue así. Al principio hubo dictadores, largos períodos de guerra, el orden llegó después. Al tirano más famoso ahora le dicen Diablo, aunque se lo conoce también por otros nombres. Satanás, Mefistófeles, Belcebú, Lucifer.
Los funcionarios del Estado son elegidos cada mil años, el recambio de las autoridades ha concordado siempre en los distintos mundos con momentos de crisis o grandes revoluciones. Las vicisitudes de nuestro mundo siguen las vicisitudes del mundo superior.
En el universo la existencia no es igualitaria. Hay niveles de perfección. La pureza y perfección de la realidad decrece a medida que se baja a otros niveles. Los que aseguran que el cielo es el último horizonte no pudieron resolver ciertas contradicciones con respecto a la creación y a la multiplicidad de mundos. Por eso, una leyenda habla de que existe otro peldaño más en la escalera cósmica, al cual no hay acceso. El nivel que viene después del mundo humano es la literatura y la mitología. Las leyes en este universo inferior son demasiado blandas y la realidad casi nula: hay unicornios, sirenas y sombras construidas con la materia de las letras. En la conciencia de los hombres permanece la falsa certeza de que son los verdaderos creadores de esos mundos.
En el cielo las cosas son transparentes, livianas y no proyectan sombra. Los intelectuales han escrito que se asemejan a los cuadros cubistas, porque uno puede mirar todas sus caras y lados simultáneamente. En el cielo cada cosa ha sido creada con una finalidad trascendente. En cambio, las imitaciones terrestres no siempre difunden la claridad de su esencia. A menudo los hombres se sienten perdidos ante el mecanismo secreto de las cosas. Esa grieta del entendimiento ha traído consecuencias funestas a lo largo de la historia.
Lo real, lo verdadero, es un atributo privativo del cielo. Allí las preguntas no existen, nadie sabe (nadie necesita) la palabra filosofía. El ser de las cosas puede ser comprendido únicamente en el mundo superior. A nosotros, los hombres, nos queda una zona de sombra, un contorno en la niebla, un principio remoto de conocimiento y certeza. Lo demás es angustia. Por eso, el hombre sólo encontrará su cara buscando en los espejos del cielo.

Thursday, September 29, 2005

El hombre bala

Dejaron de hablarse antes de salir a escena. No había nada más que decir. Él esperó a que ella saliera y después la siguió, guardando distancia. Se cruzaron a los payasos, que acababan de terminar su número y al chico que daba de comer a los leones. Ella lo saludó con ternura. Él pasó de largo, sorprendido de que aún conservara sus brazos. Volvieron a encontrarse junto a las jaulas y no se miraron. Él vio que una estaba vacía, pero no tuvo tiempo para pensar qué animal faltaba. El fin de los aplausos era su señal de entrada. Al fin se tomaron las manos, y al descorrerse el telón, dieron el primer paso. Desde ese momento todos los movimientos estaban coordinados. El saludo simétrico al público, aunque los reflectores cegaran las gradas. Ponerse en posición. El salto y el envión con las manos para entrar por la boca del cañón. Y una vez adentro, la torsión en espiral para hundirse hasta el fondo. Después sólo esperar el chisporroteo de la mecha. Cuando supo que todo estaba listo, sintió que el mundo se movía. De pronto, la carpa giraba y la red ya no estaba donde tenía que estar. Como de costumbre, ella asomó la cabeza y preguntó si todo estaba bien. No se le veía la boca, pero él hubiera jurado que sonreía. Entonces cerró los ojos y apretó los puños.
—No, no tengo nada más que decir.


Ayer, como ejercicio, todos escribimos una historia con los mismos ingredientes: en el circo, el hombre bala, el momento antes de salir expulsado. Máximo 15 líneas.

Wednesday, September 21, 2005

Un mal día para ir al baño


Acababan de golpear la puerta por séptima vez en la última media hora. Ocupado, dijo y se arrepintió de no haber ido al baño de arriba. Las escaleras suelen ser barreras infranqueables para los invitados a una fiesta. Hizo fuerza, suspiró y se secó la frente con el mango de la camisa. Siguió contando y distribuyendo los grupos con ayuda de los azulejos. Del colegio no habían venido tantos como él esperaba, pero era natural después de todo. Unos meses antes no hubiera aparecido nadie.

─ Te acabo de decir que está ahí. Me dijeron los chicos. Está metido hace rato ya. Voy a preguntarle qué pasa. Nada más. No soy pesada… ¿Martín?
─…
─ ¿Estás ahí?
─ Sí.
─ Hay gente que quiere usar el baño, querido. Me dijeron que estás hace un buen rato. ¿Puede ser?
─ No tanto.
─ ¿Pero qué pasa? ¿Necesitás algo? Decime.
─ No.
─ ¿Te sentís mal?
─ Estoy bien. No pasa nada.

Los vecinos de la cuadra sumaban cinco, incluyendo al hermano menor de uno que estaba enfermo de paperas y había mandando un representante. Cualquiera servía para abultar el número final. Era su primera aparición pública en mucho tiempo y necesitaba un éxito contundente. Los primos de parte de la madre estaban todos y casi no se notaba que habían venido contra su voluntad. Se acordó de un cumpleaños, seis o siete años antes, en una quinta con una pileta al fondo. Se oían gritos, risas dispersas. Se vio corriendo con ellos entre los árboles, con el cuello transpirado, buscando un lugar para esconderse. En esa época podía ser un camaleón en cualquier grupo, no había diferencias.
De pronto oyó unos golpecitos cerca de la cerradura. No tuvo tiempo de lamentarse que la proporción de sexos estaba equilibrada por tías y abuelas.

─ ¿No querés una cucharada de aceite?
Se dio cuenta de que su madre murmuraba para atenuar la vergüenza, la de él y la de ella.
─ No, gracias.
─ ¿Una pastilla de carbón tampoco?
Dentro del baño, el calor crecía a un grado por palabra.
─ ¿Me pueden dejar tranquilo?
─ Sí, corazón, ya te dejamos tranquilo, pero ¿seguro estás bien?
─ ¡¡¡Mamaaá!!!

Y sintió dos o tres explosiones consecutivas en algún lugar de sus intestinos, como si esa palabra conjurara un dolor extraordinario. Se inclinó y se dobló, buscando una posición más cómoda. Hizo una lista mental de las cosas más dolorosas que existen. Esto debía estar a la altura de un parto o un cálculo. Apoyó el codo en la puerta. Las rodillas le temblaban un poco.

─ Dale que todos están esperando. Sí, ahora. ¿Tan difícil es? Yo no puedo meterme.
─ Está bien, está bien. Voy a hablarle. Martín… ¿Martín?
Al escuchar su nombre, alzó la cabeza lentamente.
─ Es papá. ¿Cómo estás? ¿Te sentís bien?

Lo que más le sorprendió fue la impostura de la voz para contrarrestar su natural autoridad. Era la modulación dulce y calma que había usado en los peores meses, cuando nadie lo retaba por nada, cuando el mundo no tenía reglas y la libertad era sin límites. La misma que había puesto celosos a sus hermanos. Durante mucho tiempo no lo incluyeron en los juegos, se olvidaban de avisarle de los partidos de fútbol y los cumpleaños de amigos en común. Hubo noches en que los oyó murmurar desde sus camas y maquinar bromas crueles contra él. Los sentía cruzar el cuarto en la oscuridad, pasándose mensajes. Más de una vez terminó, con frazada y almohada, en el rellano de la escalera, para poder dormir. Entonces tuvo miedo de retroceder. Con mucho esfuerzo había reconstruido la relación con cada habitante de la casa. Se afirmó en el inodoro y para exorcizar el pasado, desafió a la voz que venía de afuera.

─ ¡¿Qué pasa?! ─gritó.
Y tras una pausa, la vuelta a la normalidad.
─ ¿Cómo que qué pasa? ¿Qué estás haciendo? Hace cuarenta minutos que estás ahí.
─ Y qué.
Todavía faltaba un poco más.
─ Quiero saber qué-hacés-ahí-adentro.

Ahora, el tono de su padre se instalaba cerca de la masturbación o la pornografía. Lo último que le faltaba era tener fama de perverso. Se imaginó desnudo frente a un pizarrón verde, acribillado por tizas enemigas. Escuchó risas que podían venir de cualquier lado. Apagó la luz un instante y bajó la cabeza para ver por debajo de la puerta las sombras que se movían del otro lado.

─ No me pasa nada, ya salgo  ─murmuró, incorporándose.

Acto seguido, trabó con llave y puso una toalla en el suelo contra la puerta, para perder todo contacto con la realidad. Una semana antes él había dicho que no estaba preparado para una fiesta. Todavía faltaban seis meses para su cumpleaños. Y ni siquiera había una fecha memorable en el medio que funcionara como excusa. Lo mejor hubiera sido volver de a poco, en silencio, y no así. Recordó los preparativos y el intenso movimiento de la casa de los días previos al evento. Se vio a sí mismo sentado en la escalera, observando todo desde lejos, como si se hubiera desdoblado del personaje anfitrión. Y se dio cuenta de que en realidad no había participado en niguna decisión vital de la fiesta. Nadie le había preguntado si quería triples o empanadas, coca o pepsi, fiesta de disfraces o excursión a un parque de diversiones.

Entonces alguien apagó la música. ¿Qué le pasa? No sé... No pudo precisar si las voces que ahora escuchaba empezaban en ese momento. ¿Estará…? ¿Vos creés? O venían de hacía rato. Andá a saber si… Pero lo destrozó la certeza de los murmullos. Yo creía que estaba mejor. Era como estar muerto, con un trampolín directo a sus conciencias. Si habló, sólo fue para rebotar un poco la vergüenza. Nunca fui sordo, dijo casi riéndose de su hazaña. Las convulsiones de la risa vinieron acompañadas de nuevas explosiones interiores. Se abrazó a sí mismo. Afuera seguía el tráfico de deliberaciones y consultas a media voz ¿No habrá nada con filo en ese baño, no? Fueron a fijarse si... Habría que ver... Pero todo le llegaba en sordina, como desde adentro de una caja.

Se incorporó haciendo equilibrio, los pantalones bajos a la altura de los tobillos, y con las manos abiertas dio cinco golpes que retumbaron en toda la casa. Esta vez las voces se callaron. Por un momento, fue como estar en la bóveda de un banco, entre muros de acero de un metro de ancho. Se miró en el espejo. Un golpe bastaría para tener cincuenta o sesenta astillas del tamaño de un cuchillo. Se acercó a la ventana y asomó la cabeza. En el jardín, vio que algunos invitados se iban raudamente. Las madres intercambiaban señas. Una brisa fresca entró en el baño y le recorrió las piernas. Del otro lado de la puerta, hubo corridas y ruido de herramientas.

Pensó en todo lo que había pasado ese día como en una enorme bola de nieve, desplazándose a gran velocidad por una avenida desierta, y que cuando pasaba cerca podían verse en detalle las anomalías de su superficie. Vio hojas, chizitos, ramas, vasos de plásticos, pedazos de mampostería, tiras de pastillas, hasta una bicicleta. Creyó ver una mano también, saliendo de un costado. Y a medida que avanzaba, la bola tragaba todo lo que había en su camino. Iba de lado a lado, en zigzag, como en un pinball extraño.

Supo que tenía que salir.

Volvió al inodoro con pasos cortos. Se limpió, se subió los pantalones y se abrochó el cinturón. Se lavó las manos y puso el jabón en su lugar, coronado de burbujas. Sólo entonces tiró la cadena y mientras veía el remolino replegarse hacia los caños quiso que el agua se llevara muchas otras cosas. Detrás de una puertita encontró el desodorante de ambiente. Apretó dos veces el botón. La segunda vez lo mantuvo, trazando un arco de un extremo al otro del baño. Pensó que sonaba a escape de gas y tomó aire, la misma cantidad que uno toma antes de sumergirse en una pileta. Se inclinó junto al bidet y de un tirón el papel higiénico se desplegó como una alfombra roja.

Empezó desde el cuello hacia arriba. Era un trabajo delicado, para que no se desgarrara el papel. Con cada vuelta, cubría un rasgo o un gesto de la cara y se preguntó si los egipcios lo hubieran hecho de ese modo. Apenas dejó dos intercicios a la altura de los ojos para poder ver. Antes de salir, por alguna razón que no podría explicar nunca, se sintió confiado. Ya no le dolía la panza y estaba decidido a salvar la fiesta.

Tuesday, September 20, 2005

Escribía y era arena

Este poema lo escribí de pendejo, a los 15 o 16, cuando había leído a Lorca, que es muy del estilo. Mucha rima... Ahora no sé si me gusta. Tiene partes que me gustan, otras no tanto. Tampoco sé si es malo o bueno. Reescribirlo sería traicionar la edad…


Escribía y era arena

Porque los ángeles no traían
en sus manos las linternas
la última noche era oscura,
fría y sin estrellas.
Un río corría entre cerros y llanuras,
por un lecho muerto de flores ciegas,
y sus aguas bañaban con ternura
la orilla ardiente de la escena.

Un hombre escribía una carta
y lloraba la noche entera.
Un hombre escribía una carta,
su alma pesaba y era arena.

¡Su alma pesaba y la noche era negra!

La luna entre los árboles
filtraba una luz de perla
y no necesitaba leer la carta
para sentir en su alma la sentencia.
Un dolor en el centro de su pecho
con la fuerza de una flecha
y no fluía sangre de la herida,
sino agua, agua y lágrimas de cera.

¡Su alma pesaba, se consumía una vela!

Escribía recuerdos de un pasado,
de un cuerpo unido a su propia tierra,
de sus voces en las noches de verano,
y oscuros besos con aire y menta.
Amor que parecía no tener ocaso,
pero un día murió el sol en la sierra.
Y cada sueño, beso y verso compartido
fue olvido como el alma de una piedra.

¡Su alma pesaba por el dolor y su cadena!

Su sombra dibujada
bajo el rumor de la alameda
moría desangrada
por la espada de la pena
Y la noche vestida de dolor,
lo animaba con una risa negra.
Sabía que ya no habría amor,
porque nunca hubo una promesa.

¡Su alma pesaba y el amor era quimera!

Y condenado a los otros suspiros
no los que soltaba en su cadera,
ni los que morían en sus labios,
sino los que le dieron su condena
cuando ella se fue por un camino
sin dejar un beso tras la puerta.
Escribía sin saber que no escribía
una carta sino el último poema.

¡Su alma pesaba! ¡Su alma estaba muerta!
  

Wednesday, September 14, 2005

El Norte

Viajar al Norte también es viajar al pasado. Son pueblos a medio construir y a medio destruir. Pueblos donde se respira la herencia de otra raza, de algo que estuvo ahí mucho antes que nosotros. No importa que ya no lo veamos.

Ahí descubrí lo que es el hostigamiento del clima. La gente que baja la cabeza como una reverencia al sol y al viento. El polvo que reduce la vida útil de los electrodomésticos, el ripio que va destartalando los autos como si rebobinaran la línea del montaje.

Friday, August 26, 2005

Final para un cuento que ya voy a publicar...

Cuando salimos ya era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Elda nos acompañó por el sendero hasta el fin de la vereda. Sus nietos se habían quedado en la ventana, mirando hacia fuera. Sus ojos brillaban como sólo brillan los ojos antes de salir en una fotografía. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casilla que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo descamado por la lavandina, Elda nos indicó el mejor de camino de vuelta, trazó en el aire un itinerario por calles iluminadas y seguras. Pero extrañamente no teníamos miedo.

Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo. Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y dio marcha atrás cien metros sobre sus huellas.

Durante todo el camino de regreso a casa no hablamos. Tampoco puse la radio. Estábamos más cómodos en silencio. A medida que nos acercábamos, la ciudad progresaba en las ventanas. Había menos polvo en el aire.

Sólo cuando ingresamos en el estacionamiento me pareció que quería decir algo, que estaba buscando las palabras. Lo noté en la vibración de sus labios. Guardábamos el auto en el tercer subsuelo y a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Como ese gas que precede a las confidencias íntimas.

Las gomas chirriaron en todas las curvas hasta que entramos en nuestro nicho.

—Llegamos —dije.
Todavía esperó un poco más. Apagué el motor y guardé la radio en la guantera.
—Vos ya estás grande —dijo de repente, cuando ya no me lo esperaba. —No falta mucho para que te vayas. Lo sé. Y creo... Creo que de ahora en adelante me puedo arreglar yo sola.

Wednesday, July 20, 2005

Viernes

Me ducho sin lágrimas porque es toda la humedad que necesito por ahora. Dibujo una cara en el espejo empañado. Es una mancha sin rasgos definitivos, podría ser cualquiera. La noche dirá. Hace frío en el pasillo y todo está demasiado limpio. Me pongo lo primero que encuentro y atravieso la casa descalzo, tratando de no hacer ruido. Pero mamá está en la cocina, fumando con la televisión prendida, y me ve.

— ¿Adónde vas?
— Salgo.
— ¿Hoy?
— Con los chicos.
— No me parece una buena idea.

Pero a mí eso no me importa. Y cierro la puerta. Ya del otro lado me doy cuenta de que ahí adentro no se puede hacer nada. Una familia no necesita de alcohol, abortos, ni golpeadores para ser disfuncional. Y sé que soy demasiado duro, que ya se me va a pasar.
Es viernes. Está oscuro. Las nubes se comen unas a otras, pero falta para que llueva. Compro dos cervezas y paro un taxi en la esquina.

—Vamos por ésta, derecho, hasta Callao.

El ruido del motor disfraza aquello que se rompe en algún lugar de mi alma. Las luces de la ciudad son líneas borrosas, llenas de velocidad. Pienso en mi biografía, en lo que hay almacenado hasta ahora. Pocas páginas. Tengo 23 años. Soy un creativo publicitario que busca ser escritor aunque su sueño es el cine, pero si naciera de nuevo pediría otra voz, para poder cantar. Esa es mi cadena no lineal de sueños.

El taxista señala los números rojos. Tres pesos por un viaje tan largo es barato. Me bajo con ganas de pegar la vuelta, pero hay algo en los gestos del portero del edificio que me dice que está harto de abrir la puerta. Eso es un signo de cantidad, de fiesta asegurada. Miro el reloj: las doce y media y pienso que las noches son cada día más largas. No tiene sentido. Yo soy cómplice. Es mejor estar así, en una casa, entre amigos, con chicas, donde la música es un puente y el alcohol circula inversamente proporcional a la sangre.

Pero cuando subo la noche todavía es una comunión desarticulada. Hay tensión entre los grupos, me doy cuenta de que muchos no se conocen. Es un rejunte de vacaciones de invierno: somos los que no fuimos a esquiar. Saludo desde lejos, con una mano general. Por un momento, me parece que algunos saben. Pero no, imposible. Lo que flota es otra cosa: todos esperan que el alcohol los afloje.

Alguien me cuenta que una chica del colegio acaba de tener un bebé. Sólo tiene 15 años. Ya no digo qué horror. Una más y ya va a ser normal, pienso. La imagen de un cuerpo blanco, liso, sin pelo, se instala en un grupo de chicas que acaba de llegar. La veo, con la panza deshabitada, y es más fea así, porque ya no es nena y tampoco es mujer.

En la cocina me sirvo otro ron con coca, el tercero. Pablo está con Marina en el pasillo de servicio. Veo a través del vidrio esmerilado cómo se mezclan sus brazos, sus piernas, sus perfiles apretados. Ya no distingo a Kosiuko de Wrangler: todo es una misma tela de jean, un mismo sweater de muchos colores. Parece que es su turno. Hago cuentas con los dedos. Sí, cada mes está con uno distinto. Eso es lo bueno. No nos importa, no peleamos por ella. Sin embargo, Pablo es virgen, su relación con las mujeres acaba en el sexo oral. No es que le tenga miedo al sida, dice que no quiere regar hijos en un barrio que no sea Recoleta o Barrio Norte.

Sigo pensando en estas cosas cuando Lucía me alcanza al final de la escalera. Sé que quiere algo. Hoy no, le digo, antes de que abra la boca. Odio que me persiga en invierno el pecado de una noche de verano. Me cuenta que ayer fue a un Happy Hour en la Costanera, repleto de viejos verdes. Las luces eran más bajas que en un teatro, a propósito. Estuvo en un BMW con un gerente comercial casado, pero sin hijos. Y lo escupe con veneno, como si a mí me fuera a dar celos. A veces me llama desde el colegio con su celular. Se encierra en el baño y en cuclillas sobre el inodoro marca mi número. En mi casa ya saben que es equivocado.

Me llaman, le digo. Saco el celular.
— No sonó.
— ¿Hola?
Nadie. Y me esfumo.

Pero sé que cualquier otra noche hubiera accedido. Tarde o temprano, cuando el whisky o el vodka pensaran por mí.

La torta de marihuana desaparece y yo no probé ni un poco. Mejor así. Van 8947 días sin probar: nunca. Por vos mamá, por vos. Ojalá supiera qué significa. Pero el pis de cerveza es inagotable, tiene algo de canilla abierta y olvidada. Tal vez por eso la cola a la salida del baño es tan larga. Voy al balcón sigilosamente y me acomodo entre los barrotes negros para regar las plantas de abajo con una lluvia ácida y dorada.

Pancho vigila mis espaldas por si pasa alguna chica. Y mientras fuma un cigarrillo, me dice que una sola vez probó la pastilla. Lo miro decepcionado. Me promete que no lo va a hacer nunca más, pero admite que fue una noche mágica y solitaria. No necesitaba de nadie más. El mundo era íntimo, personal, un monólogo sin sombras.

No sé por qué tengo el título tácito del amigo que controla las adicciones de sus amigos. Al parecer soy inocuo a los paraísos temporales. Al menos los míos no se meten en la sangre.

Con Juan, en cambio, es más difícil. Estuvo en una granja. Todos los lunes le pide a alguien que le llene un vaso de pis antes de la cita con el psicólogo. Lo calienta en el microondas hasta alcanzar la temperatura exacta y lo esconde en un compartimento secreto de su pantalón.

Cerca del escritorio, hay una computadora con dos parlantes conectados, una lista con 1.200 mp3, que es suficiente música para tres días seguidos. Quisiera una de Los Beatles. Una canción triste. The long and winding road. Algo que haga llorar a la fuerza. Why leave me standing here, let me know the way. A papá no le gusta que le robe un pedazo de su historia. “Pero esos son de mi época”, me dice. Y qué. Busco y leo: Café del Mar: Satie remixado. Entonces veo el corte transversal de las generaciones.

En el hall que lleva a los cuartos veo que se han apiñado algunos de mis amigos. Por sus caras, diría que es un cónclave de emergencia. Me acerco y veo a Miguel tirado en el piso, vomitado, inconsciente. Esto también es parte del ritual. Todos tienen derecho a caer una vez cada tanto. Tomar hasta lo imposible y sumergirse. Entre cuatro lo trasladamos a uno de los baños del fondo. Lo desvestimos y lo acostamos en la bañadera. Tiene restos de comida en el cuello.

Me quedo un momento a solas con él, mientras los otros van a buscar toallas limpias. Voy a contárselo, aunque esté dormido.

—Micky, sabés, ayer...

Pero entonces alguien entra. Se desata una serie de murmullos a mis espaldas. No saben si llevarlo a su casa o dejarlo en uno de los cuartos. Yo no quiero decidir. Salgo del baño y recorro los pasillos. Dentro de esta casa me siento en un viaje microscópico.

Mañana, hasta las tres o cuatro de la tarde sé que no me voy a levantar. Mamá va a entrar y decir que está la comida, voy a ver la sombra cortada, a medias en mi cuarto, pero voy a seguir durmiendo. Entre el olor a pata, la ropa tirada, los libros. El cuerpo estuvo de fiesta ayer, mamá. Tiene que descansar.

Vuelvo al living y me siento aparte. Mi vaso tiene algo de lente objetiva esta noche. Y en el mejor momento, cuando casi todos están relajados y la música acompaña un ritmo coral, una disposición de los grupos en cada espacio, el dueño de casa quiere desalojar. Las entradas gratis son hasta las 3 de la mañana. Los más amigos tenemos que ayudar, dispersarnos y ver que no quede nadie en los cuartos, despertar a los borrachos, recolectar vasos perdidos.

No voy, digo.
— ¿Qué?
— Que no voy.

Nadie me cree hasta que bajamos y me separo del grupo.

Amargo me gritan. Que soy un amargo, aunque tenga un caramelo en el bolsillo. Que no puedo irme a dormir a esta hora. Pero son las 3 de la mañana. Al fondo veo los otros edificios, las ventanas apagadas: no soy el único.

—Pero daaaaale, vení.
—Es viernes, boludo, no seas abuelo.

Es cierto, los abuelos a esta hora duermen.

—Mi abuelo se murió ayer, forros.

Y no importa que ya apareza en el índice de cualquier historia, en el calendario de los años por venir. Pero no me oyen. O no quieren oírme. Tampoco estoy seguro de haberlo dicho. El auto arranca en falso, con convulsiones. Las maniobras son bruscas, parciales. Todos están demasiado borrachos. Varias cabezas se ríen adentro, cabezas de dientes polarizados. Una botella sale despedida (no sé de dónde) y se estrella contra el asfalto. El auto arranca de nuevo y sale, triturando células de vidrio transparente.

Ahora, la llovizna tiene el tamaño de las cosas que no se ven. Es un virus líquido, una caída libre de átomos. La avenida está vacía, sin amigos, y el silencio es profundo, como el sonido de un ascensor cuando está en otro piso. La vuelta a casa la hago caminando. Treinta cuadras no son nada esta noche: hay mucho en qué pensar.

Thursday, July 07, 2005

La vaca

Había alguien más en la casa. Apagué el cigarrillo y un dibujo extraño quedó en el fondo del cenicero. Todavía me seguía una estela de humo desde el baño. Intenté quedarme completamente quieto, para que todos los ruidos de la casa convergieran en mí. No sentí pasos ni un murmullo. Pero era una presencia indiscutible que avanzaba en la retícula del silencio.

En el cuarto no tenía nada. Despejé el escritorio buscando un cuchillo o algo. Lo único que encontré con punta fue mi lapicera. Pensé que con eso sólo podría firmarle un cheque al extraño que subía la escalera. Entre los papeles, estaba el cuento. Era la historia de una vaca y había empezado a escribirla esa mañana. Tampoco sabía por qué, pero ya tenía una página entera. Y si cuento esto es porque la impresión de un otro en la casa se parecía un poco a esa necesidad ridícula de escribir sobre una vaca.

Revisé los cuartos de arriba y bajé, despacio, armado de tinta y algo de coraje también. Desde la claraboya de la escalera vi que no había nadie afuera. El comedor, el living y la cocina estaban como los había dejado esa mañana. Fui hasta la puerta y cerré con llave. Pensé que ya que estaba abajo podía hacer café. Entonces la vi. Entre la heladera y el horno, ocupando casi todo el ancho de la cocina, había una vaca. No había lugar para abrir los cajones y las tazas estaban lejos del alcance de mis manos. Me serví un vaso de agua para no molestarla y subí.

Friday, July 01, 2005

El foro

Este es un fragmento de un cuento que estoy escribiendo, y parte de lo que pasa, pasa en un foro. Es interesante pegar este fragmento ya que tiene que ver con esto que estamos haciendo ahora. Bloggear.

Tecleaba alucinado durante noches enteras, encerrado en el escritorio, con torres de vasitos de café. Sentía los murmullos de mi familia a mis espaldas. Me imaginaba caminando en esa ciudad abstracta, como un mapa moviente de ceros y unos. No nos conocíamos y no nos conoceríamos nunca, no había sexo ni edad ni nombres propios entre nosotros. Pero éramos amigos, amigos en el pleno sentido de la palabra. ¿Hubiera organizado un asado para ellos? Sí. ¿Me hubiera encontrado en un bar a emborracharme hasta que el amanecer diluyera las estrellas? Sí. Algo nos unía. Una crepitación interior, una nostalgia indeterminada.

Cada vez que me conectaba, las palabras se transformaban en armas. Había lanzas certeras que podían partir en dos una mosca, y granadas con amplio poder destructivo. Antes de dormirme, o ya entrando en el sueño, podía sentir las parábolas de fuego cruzar el espacio. La concentración del poder estaba en la agudeza de las ideas y las opiniones, en la capacidad de generar polémica y respuestas encendidas. Siempre pensé que mi rol era secundario y remoto, como un dios imperfecto, que no tiene control sobre sus criaturas ni devotos, pero al que todos dan de comer. Y yo comía. Comía y crecía como una larva. Por lo demás, mis intervenciones eran esporádicas, más que nada para corregir una cita o un hecho histórico.

Hasta que un día todo se acabó. Sin previo aviso, el editor del site clausuró el foro aduciendo que la finalidad de esos encuentros se había desvirtuado. ¿Qué podía saber él? En vano, saturé su casilla de contacto con amenazas e insultos porque no hubo respuesta. Fue un golpe duro y bajo, que hacía casi imposible la reorganización. Debido a las reservas de identidad, estábamos condenados a vagar por la red sin encontrarnos. Qué frágil, pensé, puede ser una comunidad humana.

Carne y tinta

Soy escritor y ayer asesiné a un hombre.

Ya no importan los motivos que me forzaron a esa determinación, ni los delicados pormenores de su muerte, pero ahora un cuerpo flota en el río y empiezan los problemas. Muy pronto las sospechas recaerán sobre mí: nadie ignora con cuánto fervor odiaba a ese borrador de hombre. Y aunque no han tocado a mi puerta aún, en mis sueños ya me persiguen las sirenas de la ley y también una voz remota: algo parecido a la tristeza (no al miedo) que me crece como un cáncer.

Repito: no al miedo, a mí no me duele la opresión de los cobardes. Sé que el hombre, desde que es hombre, ha tenido la extraña capacidad de resolver dilemas que parecían infinitos. La ropa y el fuego vistieron al frío; la rueda y las alas suprimieron la distancia. En cierto modo, yo haré lo mismo, pero mi único oficio es la escritura. Por eso, el hombre que maté resucitará ahora en mis palabras, en un mundo de papel, con otra historia. Y si hay alguna virtud en mí como escritor, nadie notará el cambio. La corriente, los peces y el tiempo harán el resto. Entonces, con suerte, todo habrá terminado.

Hay quienes dicen que ya no distingo entre la carne y la tinta. Pero yo no les creo. Hace frío y el viento gira muy adentro de la noche; para darme calor escribiré una chimenea encendida en esta pared rayada.

Aquí concluye este breve testimonio que no sé bien por qué lo escribo y que acaso me salvará de la horca.

Thursday, June 30, 2005

La inmortalidad

Creció un poquito para llegar a ser un cuento breve...

Yo era en aquellos años un oscuro funcionario de la burocracia. En un palacio derruido, mi trabajo consistía en dilatar las peticiones de los hombres. Tenía un séquito de secretarias que me ayudaban en esa función: me interrumpían constantemente con llamadas equivocadas, me seguían hasta el baño, derramaban el café sobre mis papeles. Sólo de esa forma podía seguirle el ritmo a las postergaciones.

Recuerdo que algunas tardes venía un hombre a visitarme. Sabíamos por rumores de los guardias que había tardado varios años en llegar hasta mi puerta. Pero nunca me pidió nada, se limitaba sentarse en un banco que había en el pasillo. También sabíamos que su nombre empezaba con F, pero el resto de las letras se había perdido debajo de tantos sellos. La última vez que vino parecía más lúcido que nunca. Entró en mi oficina y miró la alta torre de expedientes. La inmortalidad, dijo, es estar al fondo de la pila.

Ejercicios nada más...

Ayer leí estos últimos "sueños" en el taller y los discutimos. Yo sabía que en realidad son meros ejercicios, sobretodo porque ya están inventados. Pero después fue muy interesante lo que dijo el profesor: en el fondo la fórmula es fácil y mecánica, empezar todo con soñé... soñé... te sugestiona y se hace potente a medida que lo repetimos una y otra vez, porque la poesía juega mucho con la repetición, pero no deja de ser falaz. Si quisieras podrías seguir hasta el infinito. Lo interesante, decía él, es que plantear estas situaciones imposibles, estos sueños, estas imágenes locas te llevan a una zona inconsciente donde aflojás la mano y escribís... lo que sale... o sea que son buenos ejercicios para encarar otras cosas... pero no mucho más que eso. Otra cosa interesante de estos ejercicios es cómo se puede concentrar o sugerir en una imagen todo un sistema de pensamiento o literario.

Igual posteo el último...

Soñé que era un oscuro funcionario de la burocracia. En un palacio derruido, mi trabajo consistía en relegar las peticiones de los hombres. Todas las tardes venía Kafka a visitarme, pero nunca me pedía nada. La última vez parecía más lúcido que nunca. Miró la alta torre de expedientes. La inmortalidad, dijo, es estar al fondo de la pila.

Tuesday, June 28, 2005

Más a lo Bolaño

Soñé que después de tantos años Salinger salía a buscarme. Era pelado y lento como un buda y me decía: hace mucho debería haber muerto. De pronto, nos encontrábamos en una trinchera. Del otro lado, unos soldados alemanes avanzaban en línea recta, como ensartados en un metegol imaginario. Después, ya no volvió a hablar, porque en el silencio se agrandaba su obra.

Soñé que sabía que era mentira que sólo un instante puede definir nuestra existencia. Iba a buscar a Borges para decírselo. Me recibía en una biblioteca con pisos y muebles de arena, pero no quería escucharme. Entonces yo le pateaba el bastón y él gritaba aterrado el nombre de su madre y también: "eres esto, eres esto". La escena se repetía al menos seis veces.

Soñé que perdía la capacidad de soñar. Había agotado las reservas de cansancio y todas las represiones posibles. Desde un diván de humo, Freud me dictaba que no había esperanza y que pronto iba a despertar. En la vigilia, se borraban uno a uno todos mis libros.

Monday, June 27, 2005

Bolaño y un paseo por la literatura

Hay unos poemas de Bolaño que siempre me partieron la cabeza. Se llama un Paseo por la literatura y es una sucesión de sueños con escritores. Transcribo algunos de él y después posteo algunos míos, hechos con la misma fórmula y por supuesto, mucho más débiles.
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Bolaño
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Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo de NuevaYork y veía a lo lejos la figura de Manuel Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones de lona ligera azul claro o azul oscuro, depende.
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Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin nariz ni orejas, pero con ojos y boca.
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Soñé que en un cementerio olvidado de África encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no podía recordar.
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Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la cerámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal decía un joven con botas y desnudo de cintura para arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mierda, dijo.
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Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al intentar meterme en la cama encontraba a De Quincey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía a salir a las calles oscuras de México DF.
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Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una aldea africana. Había adelgazado un poco y adquirido la costumbre de dormir sentada en el suelo con la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos parecían conocerla.
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Soñé que volvía de África en un autobús lleno de animales muertos. En una frontera cualquiera aparecía un veterinario sin rostro. Su cara era como un gas, pero yo sabía quién era.
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Soñé que la tierra se acababa. Y que el único ser humano que contemplaba el final era Franz Kafka. En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un asiento de hierro forjado del parque de Nueva York veía arder el mundo.
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Yo:
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Soñé que a pocas cuadras de mi casa en Buenos Aires, empezaba México, sin señales de transición. De pronto, íbamos tres en un auto y atravesábamos de noche el desierto de Sonora. Yo les decía a los otros dos que era un detective civilizado. Nos detuvimos en una taberna. Cuando preguntamos por Bolaño, el lugar fue arrasado por una tormenta.
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Soñé que estaba en un laberinto, iba detrás de Borges, soltando un hilo de oro para no perderme. De repente, en un cruce me encontraba con otro Borges. No era ciego, era sordo, y hablaba del amor, pero yo no sabía cuál de los dos era real.
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Soñé a Sábato en un parque oscuro, encapuchado de tormenta. Espirales de hojas, estatuas torcidas y bancos encallados formaban la tarde. Tenía un revólver negro y bruñido, apuntando a su cabeza. Tiraba del gatillo interminablemente y la bala nunca salía.
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Soñé que penetraba en un jardín umbrío, con estatuas que eran las piezas de un ajedrez disperso. Había niños jugando, en torno a los árboles. Algunos no tenían cara, otros tenían raíces por pies. En el medio del jardín, sobre una línea negra de tierra, había un trono: desde allí Silvina Ocampo impartía órdenes a los niños.
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Soñé el calor, el calor preciso de una tarde de Argelia. Con un mar hervido y una larga playa sin fin. Quise poner el cerebro en blanco, pero no pude, quise que nada me importara y tampoco pude: ahí estaba Camus, sentado en el lomo de una piedra. A sus pies, había un cadáver. Pero no era el turco indolente, ni su madre, era yo.
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Soñé con una enorme casa llena de rumores y cuartos clausurados, en una ciudad que podía ser Buenos Aires y también París. Al fondo había un patio donde Cortázar leía un manual en voz alta. Cientos de hombres hacían cola para verlo. A medida que pasaban, de acuerdo a su verdadera naturaleza, se convertían en animales, insectos o volvían a ser niños. Vi tigres, culebras, monos y un oso polar. Antes de irme, dos cucarachas se perdieron en su barba.

Friday, June 24, 2005

Cuento en proceso: El americano

Estamos tan influenciados por la industria cultural y mediática americana que en el fondo se ha transformado en una suerte de segunda patria. Sabemos más de ellos que de cualquiera de los otros países más cercanos. Todos sabemos que el día de su independencia es el 4 de julio. ¿Alguien sabe el de Uruguay? ¿Chile? ¿España? Muchos de nuestros mitos contemporáneos surgen de ahí. Sus películas, sus series, forman parte de nuestro mundo de la vida. Sin haber estado ahí, conocemos sus ciudades, su idiosincrasia, sus políticos, sus temores, sus orgullos, sus conflictos, etc.

Entonces me interesó la idea de jugar con un estereotipo, llevarlo a su máxima expresión. Un hombre argentino, padre de familia, obsesionado con el estilo de vida americano. Desde siempre, su plan es mudarse allá. Lleva a su familia a vivir a USA. Pero algo sale mal desde el principio. Él no es americano. Y se lo hacen saber. Y al mismo tiempo, empiezan a aflorar en él las peores cosas de los americanos.

Al principio, pensé en contarlo desde el punto de vista del tipo, tenía una especie de monólogo fuerte, muy político, que en el fondo tiene muchos problemas literarios. Entonces pensé en hacerlo desde el punto de vista de la mujer, que era más interesante, pero también no podía sacarle todo el jugo. Y siempre me había estado rondando la cabeza la idea de varios narradores que arman la historia como un rumor encadenado. Y ahí fluyó... Empieza la mujer, después la suegra, el hijo, la mucama que se llevan allá, un colega del laburo. Con pequeños comentarios van desentrañando la personalidad de este tipo.

Transcribo algunos de los fragmentos:

Ahora que estamos instalados puedo contarlo. Al fin. Que entramos en un ritmo similar a la rutina. Los chicos ya no preguntan por Buenos Aires y encontré alfajores en un supermercado latino. Así de fácil es tenerlos contentos. La casa es amplia, luminosa e igual a muchas otras del barrio. Me estoy acostumbrado a ver mis cosas en su nuevo espacio. Al otro lado del mundo, proyectan las mismas sombras en pisos semejantes. Matilde y Lucía han madurado de golpe: perdieron la fascinación del idioma y de la tierra prometida, pero poco a poco se integran a su nueva escuela. Hace unos días, vinieron unos amigos a casa y desde la cocina los oí jugar durante horas, sin diferencias ni barreras. Juan, que era el que más nos preocupaba, parece haber superado la etapa de marsupial crónico: está encantado con el béisbol y esta libertad de andar en bicicleta afuera. De Pablo no sé qué decir. Parece feliz con el trabajo, con el auto nuevo. Por lo demás, yo creo que estoy bien. Ahora estoy sentada en el jardín, mirando la pileta. Nunca antes tuve una. Siempre fui un animal de ciudad. Tal vez por eso tengo el temor absurdo de que un chiquito va a saltar la reja y se va a caer. Que lo voy a encontrar yo, mañana, en un fondo con hojas y sapos.


Mamá dice que es normal ponerse nervioso cuando uno se muda. Lo extrañamos mucho cuando tuvo que hacer cola durante dos días enteros en el aeropuerto, para solucionar un problema de nuestros documentos. Parece que gente de todos países del mundo quiere venir a vivir acá. Cuando volvió de ahí parecía enojado o cansado. Mamá dice que hay que esperar, que cada uno tiene sus tiempos. Como nosotros somos chicos es más fácil acostumbrarse. Además papá nos preparó desde siempre para venir a Estados Unidos. En la otra casa, venía a la noche y se arrodillaba al costado de nuestras camas y nos contaba las cosas que íbamos a encontrar acá. Con las chicas decimos que exageró para que no nos pusiéramos tristes por la mudanza. La verdad es que ya no extraño tanto. Todo el tiempo nos hacía pruebas de inglés y de historia. Una vez me acuerdo que pasamos horas estudiando los nombres de los estados, Texas, Florida, Alabama, que son como cincuenta. California, Wisconsin. Hay uno que se llama Washington pero está a miles de kilómetros de la ciudad que se llama Washington. Es una de las trampas de la geografía nos dijo, y por eso tenemos que estar atentos.


Ya le dije a la señora de que me quiero volver. Vine porque era una oportunidad, porque acá en dos años podía ahorrar lo mismo que allá en toda una vida, pero ahora se me fue la esperanza. Ayer me la crucé en la cocina, sentí coraje y le dije: Señora, yo te respeto y te agradezco lo que ha hecho por mí, pero esto no puede seguir así, a este hombre lo han cambiado. Estaba segura de que me iba a decir de que era una desagradecida y una irrespetuosa, pero me tomó de las manos y me pidió que aguante unos días. Algo va a pasar en esta casa. Tengo miedo de quedarme sola en este país extraño, no pasa un día sin que revise mi cartera para ver si todavía está mi boleto de vuelta. Todo empezó cuando el señor me pidió algo en inglés, durante una cena. Lo miré y le dije, señor, disculpe, no te entiendo, pero no le importó. Siguió hablando, entre furioso y tranquilo, con los ojos fijos en su plato. A la hora de dormir, los chicos me contaron lo que significaban las cosas que me había dicho. Y yo sabía que no era bueno. De ahora en adelante en esta casa no se habla más español. Al principio, pensé de que no me iba a afectar, pero después lloré mucho. Me encerraba en el baño y abría las canillas para que nadie me escuchara. Traté de acostumbrarme, hice un esfuerzo, ponía las telenovelas y practicaba, pero no hubo caso. Parezco como uno de esos sordos, que sólo se comunican por señas. Me siento sola, los chicos son obedientes y me esquivan. En los últimos días, la rabia se comió a la tristeza. Ahora, cada vez que lo veo cerca, me hago la tonta, paso por detrás y le hablo a las paredes o a las plantas en guaraní. Sé que él me escucha pero no dice nada. Me río en silencio. Todavía ese idioma no está prohibido.

El pozo, el revólver, el hombre, la mujer, el amante y la madre

1. El pozo y el revólver

La víspera de su muerte X soñó con un pozo en el jardín. Al amanecer, desvelado por el enigma, cavó uno en la misma zona del sueño, tratando de imitar largo, ancho y profundidad. Paleó durante dos horas. Medio metro hundido en la tierra y a punto de desistir, descubrió un revólver negro en un fondo húmedo de hojas y lombrices. Estaba envuelto en un diario viejo, que se deshizo al primer contacto. En el tambor quedaba una bala. X lo observó largo rato, sopesándolo con una mano, sin entender cómo había llegado hasta ahí. Luego soltó la pala, se llevó el cañón a la sien, apretó el gatillo. Se derrumbó en silencio, sin testigos, porque era domingo y el barrio dormía. Su cuerpo tendido calzaba perfectamente en la cavidad del pozo, como un traje a medida.
Quienes lo conocieron aseguran que X no toleraba el absurdo. El pozo y el revólver pedían a gritos una razón para estar ahí. El suicidio era el ejercicio necesario para restaurar el equilibrio.

2. La mujer, el pozo y el revólver

El extraño suicidio de X se convirtió en un caso policial cuando se descubrió que su mujer había enterrado el revólver en el jardín. Años después, cuando el sumario expiró, confesó que solía susurrarle cosas al marido mientras dormía.

3. La mujer, el revólver y el amante

Desde el principio se murmuró en el barrio que la mujer había evitado la cárcel gracias al favor de un policía (al parecer experto en el arte de interrogar sospechosos). Habría sido él quien le obsequió el arma suicida y le enseñó los mecanismos de sugestión.

4. El hombre, el pozo, el revólver y la madre

La madre de X, científica reconocida en el mundo, era una positivista confesa. Incluso había sido amiga de Wittgenstein en su juventud. No creía en Dios, ni en la interpretación de los sueños. Tampoco toleraba el absurdo. Educó a sus hijos en consecuencia. Poco antes de su muerte, en un rapto emocional, se culpó a sí misma por la muerte de su hijo. Fue apenas un instante, pero valió por todo lo vivido. Dios borró sus pecados y ella fue al cielo que tanto había negado.

Tuesday, June 21, 2005

Frases, fragmentos de Cheever que me volaron la cabeza:

Cada cosa que escribe parece música, un genio absoluto.

"Mientras pensaba en cosas pacíficas, advertí que las hormigas negras habían vencido a las rojas, y estaban retirando del campo los cadáveres. Pasó volando un petirrojo, perseguido por dos grajos. El gato estaba en el seto de uvas, acechando a un gorrión. Pasó una pareja de oropéndolas tirándose picotazos, y de pronto vi, a menos de medio metro de donde estaba, una culebra venenosa que se despojaba del último tramo de su oscura piel de invierno. No sentí temor ni miedo, pero me impresionó mi falta de preparación para este sector de la muerte."


"–Tengo esa terrible sensación de que soy un personaje, en una comedia de televisión –dijo–. Quiero decir que mi aspecto es agradable, estoy bien vestida, tengo hijos atractivos y alegres, pero experimento esa terrible sensación de que estoy en blanco y negro y de que cualquiera me puede apagar. Es sólo eso, que tengo esa terrible sensación de que me pueden borrar. –Mi esposa a menudo está triste porque su tristeza no es una tristeza triste, y dolida porque su dolor no es un dolor aplastante. Le pesa que su pesar no sea un pesar agudo, y cuando le explico que su pesar acerca de los defectos de su pesar puede ser un matiz diferente del espectro del sufrimiento humano, eso no la consuela."

"Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en un mundo tan incoherente, legitimidad a mis sueños."

"Entonces, me despierto desesperado, o me despierta el sonido de la lluvia sobre las palmeras. Pienso en un campesino que, al oír el ruido de la lluvia, estirará sus huesos derrengados y sonreirá, pensando que la lluvia empapa sus lechugas y sus repollos, su heno y su avena, sus zanahorias y su maíz. Pienso en un fontanero que, despertado por la lluvia, sonríe ante una visión del mundo en el cual todos los desagües están milagrosamente limpios y desatascados. Desagües en ángulo recto, desagües curvos, desagües torcidos por las raíces y herrumbrosos, todos gorgotean y descargan sus aguas en el mar. Pienso que la lluvia despertará a una vieja dama, que se preguntará si dejó en el jardín su ejemplar de Dombey and Son. ¿Su chal? ¿Cubrió las sillas? Y sé que el sonido de la lluvia despertará a algunos amantes y que su sonido parecerá parte de esa fuerza que arrojó a uno en brazos del otro."

Monday, June 20, 2005

Vecinos

Esta noche será tan clara

tan radiante de lunas

Que la oscuridad ausente

someterá el mundo a una pequeña inversión

Es la certeza del presagio

Con solo mirar el mundo desde mi ventana

Lente aumentada de tragedias

Y allá, al otro lado, por fin

un violador se incorpora desnudo en su cama

y tras un breve ritual de sombras

guillotina su miembro a la posteridad

Nos separan patios internos

Una lluvia de estrellas ascendente

Una niebla menuda que viene de la calle

pudre el centro de esta manzana

Tres ventanas a la izquierda

son como los grados de un pecado

Una prostituta hace el amor por primera vez

con los ojos en naufragio

Y el cardumen de sus virus remite,

lentamente

hasta la sanidad

Los murciélagos vuelan entre las terrazas

Se oye el murmullo de un televisor encendido

varios pisos más abajo

De pronto, en este espejo al vacío

confirmo el giro de una larga reflexión

Es un vertiginoso dominó de sentidos

Una metástasis radical de entendimiento

Retrocedo uno, dos pasos

En esta noche de inversiones

no quiero desmenuzar mis miserias

ni medir el valor exacto de mi claridad

Y entonces, antes de que algo pase

La persiana cede

como un párpado cansado

No estoy muy acostumbrado a escribir poemas. Me dicen en el taller que en general soy bastante malo. Algunos después se transforman en cuentos. En general, siempre vuelve el tema de la inversión de los roles. Acá me gusta la escena. Un tipo en medio de la noche va a la ventana y se da cuenta de que algo raro pasa. Es una noche de extraña redención. Un violador se da cuenta de sus actos y guillotina su miembro para no seguir causando dolor. Una prostituta por primera vez hace el amor (no coge por $) y sus enfermedades venéreas remiten por un oscuro mecanismo sobrenatural. Pero entonces el tipo se da cuenta de que en esa noche de inversiones algo le puede pasar a él. No quiere saber si es bueno o malo, qué es lo que le depara a él. Por eso, prefiere cerrar la persiana y volver a dormir.

Mi primer cuento: ocklu o el perro de la soledad

Tengo un perro que se llama Ocklu y no estoy seguro de que sea un perro. Sin duda es un animal extraño, distinto a otros que he tenido. Apareció una tarde en el jardín, entre frutos caídos, cuando los veranos eran más cortos. Desde entonces permanece conmigo, desde entonces no ha parado de crecer.

Es inútil contar la historia de su crianza porque nadie encontrará en ella un indicio del presente. Ahora, todo lo que puedo decir es que en las noches sale a cazar porque la carne que le doy ya no es suficiente. Oigo cerrarse la puerta varias veces hasta el amanecer y el estrépito de los cuerpos que tropiezan con los muebles. Después es sólo un rumor: la digestión interminable.

Durante el día procuramos no estorbarnos. Cada mañana, es una transacción de golpes y pasos para saber quién ganará la mejor mitad de la casa. Cuando el encuentro es inevitable, no revelo temor, pero un agua oscura crece en mis pulmones. Inmóvil, silencioso naufragio. Lo sabe, no hay secretos para él, pero todavía soy el amo. Es necesario cuidar las apariencias: así son las cosas y fueron siempre. Tal vez por eso no hemos dejado de ir al parque, aunque nos miren extraño. El resto de los hombres está más seguro sin saber. Y en esa impostura, en esa inversión, lleva a cabo su desafío. Ocklu se convierte en el objeto de mi dolor pero también el de mi orgullo porque me hace único.

Ya casi es del tamaño de un caballo y parece tener un hambre infinita. Mis vecinos son su alimento, creo que pronto deberá buscar otras ciudades. ¡Quién dice que no vivirá mil años! Es joven y asolará imperios. Me voy quedando solo en el centro del silencio (que ya será del tamaño del mundo), pero siempre estará Ocklu, el perro, el mejor amigo del hombre.



Ocklu o el perro de la soledad fue mi primer cuento terminado, después de años con decenas de cuentos empezados, éste fue el primero que pude dejar y decir: no puedo agregar nada más. Años después, corregí el estilo y algunas partes para que no fuera taaaan borgeano, pero sigue estando ahí, en el reverso de todas las letras. Ahora, creo que cambiarlo por completo sería una traición a esa etapa, cuando no podía dejar de copiarlo. También tiene mucho del cuento de kafka del cordero-gato. En Ocklu siempre me gustó la idea de la inversión de los papeles amo-mascota y también la paradoja del animal que supuestamente está para acompañarte pero al mismo tiempo te aísla y te deja solo.
"Así se desatan las tragedias. Una mitad de segundo, deshabitada de signos y amplificaciones. Y para no sentirme tan solo pienso en todo lo que podría estar pasando al mismo tiempo. Siento que suena un teléfono en la noche de alguien, a la hora menos pensada. Una madre sale a la calle y no para de gritar el nombre de su hijo. Oigo una pérdida de gas en un cuarto con un hombre durmiendo. A lo lejos, una frenada llena de esperanza acaba en un estruendo. Veo un avión entre nubes, y tras una turbulencia, sin motivo aparente, fallan los controles."

Este sería el principio de algún cuento que no sé cómo sigue aún. Sólo tengo esta frase. Pero me gustó la idea de pensar ese momento en que uno se entera de una tragedia personal: una muerte, un accidente, una enfermedad. Son momentos que uno se imagina centrales, dramáticos, sobreactuados, y en el fondo o después en el recuerdo lo son, pero durante el transcurso son mucho más naturales de lo que uno hubiera pensado. Y en la soledad de enterarse una tragedia, me imaginé que uno para no sentirse tan solo busca otras tragedias. A fulano le pasó esto, a mengano lo otro, no soy la peor mierda del mundo. Estas cosas pasan. Y no llevo la peor parte... Y la imagen queda linda, por la enumeración, una detrás de otra le da ritmo, a la manera de las enumeraciones de Borges o las epifanías de Cheever. Bueno, eso es todo, es más bien una reflexión en forma de cuento, veremos cómo sigue.