Wednesday, June 14, 2006

el cartonero

No le faltaban muchas cuadras para terminar cuando sintió que lo llamaban. Había oscurecido de repente y el viento sólo se movía arriba, entre las copas de los árboles. El chico miró hacia ambos lados de la calle: no se veía a nadie. Pero desde una casa a mitad de cuadra, una mano lo invitaba a pasar y la mano entraba y salía de la sombra. El resto de las casas estaba a oscuras. Parecían cerradas, vacías y solo por las bolsas en la vereda podía decirse que había gente adentro. A esa hora ya no circulaban autos, excepto en la avenida, y pensó que si algo le pasaba no habría testigos. Cuando por fin se decidió, apoyó el carrito contra el cordón, para que la pendiente no se lo llevara.

Había un hombre en la puerta.
—Buenas noches, señor. ¿Tiene cartón?
—Tenemos —dijo el hombre, en plural. —Pero vení, entrá, por favor. Lo tenemos adentro. ¿No te gustaría comer algo?
El chico volvió la mirada hacia su carrito.
—Dejalo. ¿Qué puede pasar? Va a estar ahí cuando vuelvas. Me llamo Alberto.

Atravesaron un pequeño zaguán, que junto con la fachada, eran los últimos vestigios de una antigua casa refaccionada. Se habían derribado paredes y ahora el living y el comedor formaban un único gran ambiente. Los techos eran altos y las lámparas con forma de campana caían hasta la altura de las cabezas, dejando los cielorrasos en completa oscuridad. Los muebles eran modernos, coloridos, de patas cromadas, y algo en su estratégica disposición en cada sector de la casa sugería otras funciones. Como si la mesa no fuera meramente una mesa. Y aunque el chico no repararía nunca en esos detalles, al recorrer la casa supo que no había estado antes en un lugar más extraño.

Se detuvieron ante dos ventanales que daban a un patio largo y estrecho. Acercaron las cabezas al vidrio, para que el chico viera lo que había al fondo. Hizo foco a través de las plantas. Seis o siete torres de cajas de cartón se alzaban en orden contra la medianera. El vidrio tembló con el viento y vio que más allá, en el pulmón de manzana, convergían otros patios y jardines y los árboles apiñados se agitaban en bloque, tapando un sector del cielo. Volvió a contar las cajas, una por una. Calculó que había el trabajo de un mes entero y tuvo la impresión de que lo estaban esperando desde siempre.

En la cocina, una mujer estaba poniendo la mesa en el comedor de diario. Sobre un mantel de osos y conejos, había un vaso y un par de cubiertos.
—Hola, yo soy Ana —dijo.

Sonó un timbre, sacó del microondas un plato humeante y con la mano libre le indicó que se sentara. El pollo estaba cortado en dados, las papas flotaban sobre una espesa crema blanca. Apartó unas hojitas verdes hasta el borde del plato y empezó a comer despacio, bajo la atenta mirada del matrimonio. Masticaba sin juntar los dientes, para hacer el menor ruido posible.

—¿Viste todo el cartón? ¿Le mostraste? —preguntó ella.
—Sí, le mostré.
—Es mucho ¿no? Hace tiempo lo venimos juntando y queríamos guardarlo para una ocasión especial. Creemos que es importante ayudar —agarró una miga de pan y la comprimió hasta obtener una bolita muy pequeña. —Ayudar en todo lo que esté a nuestro alcance y no esperar a que las cosas se solucionen como por arte de magia. Pero no se puede ayudar a todos. Este es nuestro granito. —Automáticamente miró a su marido, buscando una adhesión incondicional que no encontró porque había dejado de escucharla. La miga tomó altura, voló sobre el hombro de Alberto y desapareció en dirección al living.

—Me imagino que estás cansado y con hambre. ¿No sos muy chiquito para andar por la calle a estas horas? ¿No es muy chiquito?
—Sí, es chiquito.
—Debés tener el trabajo más interesante del mundo. A veces me pregunto qué será lo que la gente tira. No puede haber tanto… ¿A dónde irá todo eso? ¿Cómo te llamás?
El chico tragó antes de contestar. La nuez subió y bajó en su garganta.
—Ramón, señora.
—¿Vas al colegio Ramón?
—Sí, señora.
—Me parece muy bien. ¿Sos un chico miedoso Ramón? Quiero decir… ¿Qué cosas te dan miedo? ¿Hay algo que te haga temblar?

Lentamente, el chico negó con la cabeza, sin estar seguro de haber entendido la pregunta.

—Un chico valiente —dijo ella. —Creo que encontramos un chico con todas las cualidades necesarias. ¿No te parece?
—Creo que sí —dijo él.

Se quedaron mirándolo mientras terminaba de comer. Le hicieron otras preguntas. Estudiaron su ropa, el pelo, la posición de los cubiertos en la mesa. Hasta que Ana se levantó y fue al comedor.

—¿Vas a venir? —gritó.

Su voz se amplificó en la boca del pasillo y por un momento el efecto logró que la casa pareciera más grande de lo que en realidad era. Pero se debía menos al eco, que a la constatación de que había alguien más en la casa. Ana volvió a la cocina, con los brazos cruzados, y la expresión de haber olvidado algo.

―Tiene mucho miedo. ―dijo Alberto. ―No podemos hacer que salga a la calle después de las siete de la tarde. Cuando los ve afuera empieza a transpirar y a temblar y el corazón parece que quisiera salírsele de las costillas. No hay forma de hacerlo entrar en razón.
―Es como el miedo a las ratas ―dijo ella. ―Como si lo tuviera metido en los genes desde el principio de los siglos. ¿Vas a venir?
―Dejalo. Que se vaya acostumbrando.
―Lo cierto es que esta no es la primera vez. Antes tenía terror a los perros.
―Y a la oscuridad ―agregó él. ―Y a muchas otras cosas, que ahora no vienen al caso. Hasta le compramos uno. ―señaló un plato metálico en el piso. Estaba limpio y reflejaba con fidelidad las patas de las sillas, pero no había ningún perro cerca.
―Durante mucho tiempo vivimos con las luces encendidas. En cada rincón de la casa había que tener una lámpara o un foquito. No quería que ni nosotros durmiéramos con la luz apagada.
―¿Te das una idea de lo que era dormir así?

Una vez más, el chico negó con la cabeza y en el recorrido su mirada se detuvo un instante en las ventanas. Pasó un auto, un haz de luz recorrió la habitación, dividido en rayas.

―Hasta que se le pasó ―dijo ella, apoyó levemente los codos sobre la mesa y después volvió a incorporarse. ―Yo creo que esto va a pasar también. Tiene que pasar. ¿Vas a venir? ―gritó.

Esta vez se oyó una puerta y a continuación unos pasos cortos, que se acercaban. Una sombra cruzó el living en dirección a la ventana y desapareció detrás de un sillón. Primero aparecieron unos dedos, tímidamente, sobre el respaldo. La imagen de la cabeza se completó en la penumbra cuando emergieron los ojos, que eran de un verde intenso. Tendría siete, ocho años a lo sumo. Llevaba un sweater rojo, de una tan lana gruesa que invitaba a rascarse hasta sangrar.

—Ramón, este es Manuel.

Desde la distancia, se midieron, como dos animales de distinta especie.

—Vení. ¿Ves que no tenés que tener miedo?

Pero de tanto en tanto, los dos miraban hacia los costados, buscando la trampa. Ana le apoyó una mano en el hombro. Con la otra le revolvía el pelo.

—Creo que pueden ser muy buenos amigos.

Pasaron varios minutos antes de que Manuel se decidiera a bajar del sillón. En sus ojos, se alternaban el terror y el asombro. Pero como caras de una misma mirada. Recorrió el trecho que los separaba con cuidado, afirmando cada paso en el parquet y después en las baldosas blancas. Se detuvo a una distancia prudencial, a medias en el radio de luz que delimitaba una de las lámparas. Desde ahí, era evidente que la respiración se le había acelerado.

—Un pasito más —dijo ella. —Dale. Uno solo.


Ana y Alberto se alejaron unos metros para tener privacidad. Desde la penumbra, murmuraban y discutían. A veces se les escapaba una palabra subida de tono o un suspiro forzado. No conseguían ponerse de acuerdo. Cuando ella prendió un cigarillo, la escena se enrareció aun más. Ahora el humo se mezclaba con las palabras y también con las miradas. Al cabo, Ana llamó a su hijo y después de decirle algo al oído salió corriendo hacia el pasillo por el que había aparecido. Alberto tampoco estaba por ninguna parte. Se habían quedado los dos solos. Lentamente, se acercó al chico por detrás. Le rodeó el hombro con un brazo y le preguntó si podían acompañarlo afuera, a trabajar con él, solo por esta noche.

—¿No te molesta, no?
—No, señora.
—Creo que es una buena idea. ¿No te parece?

El chico alzó los hombros pero no respondió y a ella le pareció por un segundo que no tenía cuello. Alberto ya estaba de vuelta en la cocina, de espaldas, poniéndose unos guantes de látex naranja. Abrió y cerró las manos dos veces, como si no terminara de acostumbrarse a la sensación incompleta del tacto. Manuel apareció un minuto después, bajo el arco del comedor, con dos guantes de arquero. Su madre le ajustó los abrojos y le subió el cierre de la campera.

―Hace frío ―dijo.
―Mamá. ¿Y si veo una rata?

Ella se inclinó un poco más y pegó su frente a la frente de su hijo, como en un espejo.

―Si ves una rata, mirala bien a los ojos, encandilala con la mirada, como solo los chicos valientes pueden hacerlo. Y decile: Rata, no vas a volver entrar en mis sueños. Sin dejar de mirarla... Desde esta noche voy a dormir en paz. No voy a volver a despertarme. No voy a llorar. No voy a enfermarme. Nunca más.

Alberto los interrumpió.
―Vamos. Ya está bien.
Y ella supo por su expresión que se había excedido.
Ninguno de los dos parecía convencido o entusiasmado con la idea, pero seguían la corriente. El chico salió antes que ellos a buscar su carrito mientras Ana los despedía. Los abrazó como sólo se abraza a alguien que no se verá en mucho tiempo. El viento entró en la casa como por un tubo, batiendo puertas. Afuera, la temperatura había bajado un poco más. Por entre las ramas de los árboles, las nubes parecían correr hacia el sur.



El trabajo comenzó en la esquina, repartiéndose las bolsas. El chico manipulaba los bultos con destreza. Con sólo palparlos podía adivinar su contenido y deshacía los nudos a una velocidad sorprendente, llevando el nylon al límite de sí mismo, sin romperlo. Poco a poco el olor empezaba a difundirse en los pulmones. Frente a la casa de los Monte, encontraron los restos de una biblioteca destrozada. Las maderas y los libros estaban podridos, por lo que era evidente que la última tormenta los había sorprendido. En una bolsa llena de bandejas de tergopol, los Fiorini habían intercalado un mazo de cartas españolas. El chico separó las que parecían en buen estado y las guardó. Alberto se preguntó para qué juego podían servir si no estaba completo.

Un vecino que había sacado a pasear su perro se había detenido a mirarlos. No sabían desde cuándo estaba ahí. Padre e hijo lo habían cruzado incontables veces, en la calle, en el supermercado, pero no lo conocían. Ni siquiera se habían saludado. Era un hombre gordo y alto. Trataba de disimular, silbando una canción, pero sus ojos brillaban cada vez que se daba vuelta. El perro olfateó el lugar donde iba a descargar y levantó una pata. El vapor ascendió de las raíces del árbol y el olor ácido llegó hasta donde estaban. Alberto se incorporó, estupefacto.

―¿No ve que estamos trabajando?

El hombre retrocedió y pareció tartamudear una disculpa. Pero cuando entendió la situación, prefirió mostrarse ofendido. Cruzó la calle y se alejó, arrastrando al perro que dejaba a su paso pequeñas bolitas de mierda. Siguieron trabajando, concentrados. Solo quedaban tres casas y el edificio de la esquina. Al fondo se veía la avenida iluminada, donde los autos no terminaban nunca de pasar. Se repartieron nuevamente las bolsas y las abrieron con cuidado. Sabían que no romperlas era importante, que era parte del acuerdo entre la ciudad y sus habitantes. Manuel encontró dos latas y las mostró preguntando si iban en el carrito.

―Van todas las latas ―dijo el chico.

Alberto hubiera querido tener una cámara de fotos consigo, conjurar con el flash la oscuridad de la noche y tener una prueba del momento en que su hijo enfrentaba al miedo. Por primera vez en mucho tiempo se sintió un buen padre. Quiso que Ana estuviera ahí con él porque había esperanza en esa escena y era suficiente para borrar todo lo que habían atravesado durante años. Pero entonces algo ocurrió. Su hijo acababa de abrir otra bolsa, y paralizado ante su contenido, le preguntaba:

―¿Qué es esto?

El chico se sacó la gorra antes de asomar la cabeza. El viento bajó de los árboles en una ráfaga y le revolvió el pelo. Alberto no quiso mirar. Fuera lo que fuera, era más de lo que estaba dispuesto a asimilar en una noche. Miró hacia las casas, buscando una señal o una explicación en las persianas bajas. No, no estaba preparado para eso, aunque Manuel siguiera preguntando. ¿Qué es? Papá. ¿Qué es? Y tirara de la manga de su campera, como si de pronto se hubiera quedado dormido.

Entonces el chico abrazó la bolsa, volvió a cerrarla con doble nudo y tomando carrera la tiró al otro lado de la calle. La bolsa eclipsó el farol de la esquina antes de estrellarse con un sonido de botellas rotas. Un gato que salió disparado de debajo de un auto les indicó el lugar de la caída, al tiempo que se iluminaba una ventana.

Las risas explotaron en una descarga incontenible. Con cada convulsión, resplandecía la medialuna de los dientes en la oscuridad. Se reían con una violencia sobreactuada, contagiosa. Se reían al mismo tiempo, se reían por turnos. Parecían totalmente fuera de sí. Se rieron hasta renovar todo el aire de los pulmones.

Cuando se calmaron y todo volvió a quedar en silencio, el chico hizo un gesto como de que había que seguir. Todavía quedaban bolsas en la casa contigua y más allá también. Pero ninguno de los tres se movió. Oyeron el rumor de un camión. Sonaba como la respiración de un animal grande y herido. Bien podía estar a diez cuadras o a la vuelta de la esquina. Si querían terminar había que apurarse, pero Alberto por fin habló:

―Hasta acá llegamos ―dijo. ―Mañana hay que ir al colegio. Va a ser un día muy duro. Mañana hay que levantarse temprano.

Monday, June 05, 2006

El final de la historia

I

El primero me abrió despacio, como si supiera.
—Pasá —me dijo y con un movimiento de la mano dejó una estela de humo en el aire. Y al principio fue como entrar en el pasado, en una falla secreta del tiempo. Hasta que vi el cigarrillo, que era un tumor recurrente en sus dedos, y me di cuenta de que seguíamos acá, ahora. Y sin embargo, había algo anacrónico en ese departamento que me costaba identificar en sus objetos. Algo que iba con él. Era un rectángulo oscuro, de techos bajos, con falsa escuadra hacia el fondo. El balcón daba a un centro de manzana con muchas terrazas en desnivel. Había una guitarra sin cuerdas. Las fotos estaban clavadas con chinches en las paredes y los libros, apilados en el piso. Al lado de la computadora, titilaba un celular.

Me senté en un sillón que perdía plumas. Piara fue a la cocina y trajo un termo. Traía puesto un sweater azul, los pantalones arremangados y estaba descalzo.
—¿Café?
—No, gracias.
—Bueno, contame. ¿Qué era eso tan importante que no podía esperar?

Pero sabía que no me iban a salir las palabras. Me incorporé. Que era estúpido multiplicar la agonía. Y me abrí la campera. Con el mismo temblor que si me hubiera abierto el estómago. Le mostré el caño negro y brillante recortado entre los dientes del cierre. No podía secuestrarlo, pero así también se había hecho. Matar por matar, en cualquier parte, aunque ahora fuera sólo una representación. Perdoname, creo que le dije. Nada más.

La ráfaga pareció atravesar los libros, los muebles, las fotos, pero fue apenas una ilusión del estruendo y las chispas, que acompañaron el trabajo manual. Volqué sillas, arranqué un afiche de Guevara en blanco y negro, rompí vasos, un cenicero de vidrio. De una sola patada, la PC sobre el escritorio se disgregó sin una chispa. Él se escondió detrás del sillón, como si no hubiese querido ver cómo morían sus cosas primero. El pis del miedo se mezcló con la pintura roja. Creo que nunca se dio cuenta de que eran balas de salva.
Desordené lo que había en los cajones y el armario para que pareciera que buscaba algo. Encontré un ejemplar de El Capital y lo quemé, para que la metáfora fuera más evidente. En el baño vomité lo poco que había comido. Tosí mucho. Mis pulmones eran dos bolsas de pólvora.

Cuando salí, los papeles más livianos no se habían depositado en el suelo. Era una lluvia blanca. El ascensor hizo un chirrido de engranajes secos y la puerta de tijeras se trabó en el último pliegue. Afuera, la luna era amarilla y grumosa. Conduje por calles vacías hasta encontrar una serie continua de faroles rotos. El Falcon verde se prendió fuego por secciones, como si rebobinara minuciosamente su línea de montaje. La cabina se fue llenando de un remolino denso y negro y me acordé de la mano de Piara antes de entrar en su casa. Cuando las chispas alcanzaron el tanque, un hongo rubio rebasó la copa de los árboles. La onda expansiva me despeinó mientras corría.

II

Yo creo que tuvieron algo que ver con eso. Mis padres, quiero decir. En casa, los bandos de la historia se dividen en partes iguales. Mamá se ubica a la izquierda; papá, a la derecha. Pero es una guerra sorda y muda porque pueden dormir en la misma cama sin matarse. El resultado somos nosotros: un centro fingido, lleno de fisuras internas. Supongo que la estrategia es no saber. O saber lo menos posible, que es lo que hacen mis hermanos.

Mi familia tiene la estructura de un sit-com: somos cinco integrantes cuyos roles parecen inmutables. Yo destruí un poco todo eso. Papá es doctor en Economía y trabaja de gerente en una cerealera. De noche escribe poemas que amanecen siempre en la papelera de reciclaje. Su público secreto agradece ese paréntesis antes de la eliminación final porque es la única prueba que tenemos de su sensibilidad. Mamá es ama de casa por haber tenido hijos a destiempo, aunque no quiera admitirlo. Dedica su tiempo libre al yoga y a seminarios de política ambiental. En una página remota de su diario escribió que hubiera estudiado Economía para hacerle la guerra al FMI, pero la suya es una ideología sin revoluciones.

No sé si fueron los exponentes más chatos de su generación. Si vivieron todo a medias, como pasajeros dormidos, pero ahora quieren ahogar su aprensión en nosotros. Por eso, cada noche las discusiones políticas son siempre coyunturales. No podemos retroceder en el tiempo. Forma parte de ese pacto de silencio que sellaron en favor de la democracia. Pero saben que no tienen el control de todas las esclusas necesarias, y las filtraciones aparecen por todos lados, diluyen el pedazo de clima que quisieron construir.

A algunos periodistas, dice papá, les gusta remover las entrañas del pasado. Apenas ellos largan su veneno, amaga con apagar el televisor, pero ya es demasiado tarde. El aire se carga de las cosas no dichas y algo se resiste contra la historia oficial. Entonces irrumpe la tanda y es un Audi plateado que divide las olas en una orilla lejana. En ese momento nos olvidamos de todo, hechizados por un auto que nunca vamos a tener.

Nosotros, los hijos, cubrimos bastante bien el abanico social de la descendencia: está el hijo rebelde, el nerd y el deportista. No vale la pena decir cuál fui. Y sin embargo, como en los Simpons aquí nadie envejece. Los cosméticos ayudan a mamá a detener el tiempo mientras a nosotros nos persigue la barrera definitiva de los treinta.

Hace poco soñé con un episodio que creía olvidado y desde entonces vuelve siempre, pero no como una sucesión de hechos sino más bien como una atmósfera. A la abuela le quedaban pocos días. Me acuerdo de un sanatorio enorme, con pabellones estrechos y mal iluminados. Eran días de veinte, treinta horas: turnándonos a su lado, dándole de comer, cargándola al baño. Hubo una noche en que la fiebre superó los 40 grados y los médicos nos dijeron lo que había que esperar. Temblaba con esa convulsión coordinada de los electrocutados. El sudor le bajaba en la línea de las arrugas. Antes del amanecer, en medio del delirio, en medio de anécdotas sobre su propia vida, intercaló sentencias sobre la historia. Empezó por los unitarios y los federales, porque según ella, en ese momento comenzaban nuestras desgracias. Dijo que el radicalismo estaba hecho de apariencias y que por eso estaba condenado al fracaso. Dijo que Perón de algún modo estaba vivo, y que él o uno de los suyos volverían otra vez y todo se iría al demonio. Reivindicó a Frondizi. Habló mal de los judíos de todas las épocas. Aramburu, Aramburu repitió en un momento. Después, dijo que en realidad no habían sido tantos, que había muchos afuera, en un exilio inventado.
Por suerte, no volvió a recuperar la conciencia.

III
Todavía me cuesta torcer el presente histórico, el pulso narrativo de un día promedio, de una vida sin sobresaltos. Pero contar para atrás no tiene sentido. Sólo diría que todo empezó cuando dejé la carrera y me quedé sin nada que hacer. Las horas se convirtieron en un estanque tenso de inmovilidad. Me acuerdo que papá vino desvelado en mitad de la madrugada a preguntar por mi deserción. Me sacudió por los hombros, despegándome de la almohada. No me llena, le dije, no-me-llena, y me habrá imaginado como un recipiente opaco y vacío. No volvió a meterse conmigo hasta que pasó lo que pasó y sé por mamá que ahora está arrepentido.

Fue la semilla de un itinerario largo y extraño. Salí a buscar algo. Al principio no sabía qué. Releí todas las novelas de iniciación que conocía para no repetir sus errores. Dejé el rugby, probé el surf, aprendí karate. Estudié francés, hice cursos de fotografía. Visité Alcohólicos Anónimos pero no bastaba con ser un discípulo de fin de semana. Me sentía en una road movie interior, sobre un mapa con agujeros en los lugares donde debía haber pasado. En la época de los grupos de apoyo, no había nada para huérfanos de historia.

Como sabía que no podía ir a vivirla con los restos de la generación anterior busqué un atajo. Siempre pensé que Internet es una experiencia vicaria. Un par de horas dragando en su lecho alcanzan para vivir una vida entera. No importa que cada noche sea un naufragio cuando no puedo estirar la lengua hasta la pantalla y besar a Cecilia, que amanece en un cyber madrileño. Con Internet aprendí a hacer amigos, a olvidar la ortografía, y que la pólvora es china.

Una noche descubrí un foro en un sitio cuyo nombre ya no recuerdo o no quiero recordar. Por primera vez sentí asco y miedo de las palabras, como si la materia viva que sustenta cada letra pudiera engendrar ratas. Ahí se esconden los bandos ahora, aunque no pueda entrar, aunque me digan que no existe o que hay un error, sus discursos están más vivos que nunca. En los libros, en la televisión, estábamos acostumbrados al recuento lavado de la historia, a una enorme matriz surtidora de narraciones suaves y correctas, en las que las inconsistencias se suprimen, en las que los hombres pueden aprender de sus errores y del pasado, en las que siempre hay un final. Igual a cuando éramos chicos, que alguien venía a contarnos un cuento, y después de introducir a los personajes y conocer sus peripecias, la palabra fin nos programaba para cerrar los ojos. Ya podíamos dormir tranquilos.

Pero yo tecleaba alucinado durante noches enteras, encerrado en el escritorio, junto a torres de vasitos de café. Sentía los murmullos de mi familia a mis espaldas. Me imaginaba caminando en esa ciudad abstracta, como un mapa moviente de ceros y unos. No nos conocíamos y no nos conoceríamos nunca, no había sexo ni edad ni nombres propios entre nosotros. Pero éramos amigos, amigos en el pleno sentido de la palabra. ¿Hubiera organizado un asado para ellos? Sí. ¿Me hubiera encontrado en un bar a emborracharme hasta que el amanecer diluyera las estrellas? También, pero lo cierto es que nunca tuve la oportunidad. Algo nos unía. Una crepitación interior, una nostalgia indeterminada.

Cada vez que me conectaba, las palabras se transformaban en armas. Había lanzas certeras que podían partir en dos una mosca, y granadas con amplio poder destructivo. Antes de dormirme, o ya entrando en el sueño, podía sentir las parábolas de fuego cruzar el espacio. La concentración del poder estaba en la agudeza de las ideas y las opiniones, en la capacidad de generar polémica y respuestas encendidas. Siempre pensé que mi rol era secundario y remoto, como un dios imperfecto, que no tiene control sobre sus criaturas, pero al que todos dan de comer. Y yo comía. Comía y crecía como una larva. Por lo demás, mis intervenciones eran esporádicas, más que nada para corregir una cita o un hecho histórico.

Hasta que un día todo se acabó. Sin previo aviso, el editor del sitio clausuró el foro aduciendo que la finalidad de esos encuentros se había desvirtuado. ¿Qué podía saber él? En vano, saturé su casilla de contacto con amenazas e insultos porque no hubo respuesta. Fue un golpe duro y bajo, que hacía casi imposible la reorganización. Debido a las reservas de identidad, estábamos condenados a vagar por la red sin encontrarnos. Qué frágil, pensé, puede ser una comunidad humana.

Pero me quedaban fragmentos, alguna serie de palabras con sentido. Células que habían crecido en muchas direcciones, locas, como un cáncer. ¿Había aprendido todo lo que tenía que saber a esa edad? Había aprendido a discutir de política, a levantar la voz (aunque fuera escrita), a luchar por una idea. Y así, me alejaba de mi generación, retrocedía algunos pasos y al mismo tiempo de un salto los superaba implacablemente. Los esperaba desde el futuro, con la sonrisa sobradora del que sabe lo que viene.


IV

Hoy escribo con una letra hermética, de líneas apretadas, como si el pulso supiera de esta celda. Enfermo mental es una fórmula negra y pocos saben de la densidad de su castigo. En este lugar, las ideas se coagulan a una velocidad sorprendente, al punto de que mi cerebro opera con las funciones de una esponja antigua. Sólo queda un goteo de neuronas y alcanza para saber que no puedo vender los derechos de mi historia, que en este país la industria cinematográfica es inexistente, que un libro por encargo sería un complot contra mí mismo. Quizás me baste con una página web.
Cuando me vincularon con el segundo atentado, muy pocos entendieron la trama secreta, lo que había debajo. La idea era repetirlo hasta el cansancio, hasta que el mundo entero se diera cuenta, pero ni los medios fueron muy perspicaces.
Todo terminó demasiado pronto.

En las últimas semanas, he recibido la visita de varios amigos. Me cuesta aceptar la distancia que impone mi nueva condición social. Hablan en tercera persona, me cuentan noticias sin relevancia. Paseamos por el parque, nos reímos de los otros internos. Y cuando se dan cuenta de que sigo siendo yo, se logra un clima de cierta intimidad. Entonces se animan y preguntan por qué. Me detengo. Los miro. Hago un silencio de varios segundos. Y articulo la respuesta con una densidad mesiánica, buscando el punto exacto en que la influencia se transforma en efecto dominó.

V
Al segundo nunca le vi la cara. Era amigo de mis tíos. Vivía a tres cuadras de casa, en un edificio viejo de pocos pisos. Se habló de él y su familia durante una cena. Tenía tres hijas, iba a participar en un entrenamiento conjunto con Estados Unidos en la Triple Frontera. Repetí su nombre en el eco de mi paladar hasta que tuvo cara, gestos y una voz definitiva. Lo imaginé alto, cuadrado, con bigote. Y los ojos grises, no sé por qué. Su dirección estaba anotada en un papelito en un ángulo de la heladera. Lo robé mientras esperaban el postre.

Nunca supe si participó en aquellos años ni me importaba. Acá me han llegado versiones cruzadas. Para la historia es suficiente: cualquier militar hubiera operado como símbolo. Bajé a la calle el mismo día en que los policías me preguntaron por Piara. No tenía mucho tiempo. Apuré el rito del mecanismo, relegando normas de seguridad. Puse cables rojos y amarillos, uno verde. Acomodé la bolsa de pintura roja y los panfletos. Estaba nublado, había un desfase del viento en las esquinas. Caminé las tres cuadras con los ojos cerrados, mientras me imaginaba una explosión ensordecedora. Cuando llegué, el portero me preguntó adónde iba.

—A lo del Coronel —le dije.
Arrugó el espacio peludo entre los ojos.
—Los Rivas.
—Ahhhhhh —dijo. Le quedaban pocos dientes.

Y subí. El vestíbulo estaba recubierto por paneles de roble patinado. La alfombra era azul. Una lámpara de vidrio lechoso iluminaba la panza de dos jarrones gordos. Toqué el timbre. En alguno de los pisos superiores alguien llamó el ascensor. Toqué el timbre otra vez y esperé, hasta que sentí pasos al otro lado, sordos, como pezuñas de un peluche. Entonces reemplacé un peso por otro (sí, mochila por culpa, por futuro).

Cuando oí la puerta abrirse ya estaba en los últimos escalones. Y empecé a contar los años que tenía, desde cero, los días que faltaban para Navidad, las baldosas rotas, cualquier cosa. Metía y sacaba números. Quise cantar una canción. Lo que buscaba era hundirme en otros ritmos, algo que me alejara de ese latido. Pero no hubo caso. Estaba bien adentro. Un tic-tac hermético, preciso, inofensivo: el mismo tic-tac que esperaba en el fondo de la mochila.