Tuesday, July 31, 2007

El chico de la computadora

―¿Sos el de la computadora? ―preguntó la chica con antifaz.

Todavía tenía el dedo en el timbre, pero no estaba seguro de haberlo tocado. Asintió, acomodándose los anteojos, y de un bolsillo sacó un papelito donde tenía anotado el apellido de la familia. Pero no llegó a pronunciarlo.

―Papá está arriba ―dijo otra chica, que no había visto antes.

Estaba detrás de la puerta, y parecía más o menos de la misma edad. Tenía los dientes apoyados en el marco y movía la cabeza de arriba hacia abajo, como un conejo. No estaba disfrazada, pero se había dibujado dos bigotes con marcador en los cachetes. Sin darle tiempo a preguntar algo más, las dos se miraron, se rieron y salieron corriendo hacia el fondo.

El chico empezó a subir las escaleras despacio, esperando que alguien lo detuviera o le diera más indicaciones. En el descanso, se inclinó una vez para mirar por la baranda. Pero las voces que escuchaba venían del jardín. En la segunda habitación encontró a un hombre. Las persianas estaban a la mitad y el ventilador, que se tambaleaba con ruido, no alcanzaba para renovar el aire. Olía a encierro, a comida vieja. El hombre estaba sentado frente a la computadora. Había un vaso de whisky junto al teclado y el monitor mostraba un color azul, que sólo podía significar problemas.

―Bienvenido ―dijo. ―Vení. Pasá. Sé que es sábado, disculpame, pero la verdad es que no podía esperar. ¿Cómo era tu nombre?

―Esteban.

―Esteban ―repitió. ―Empecemos.

Sobre el escritorio, la carcaza de la computadora ya estaba abierta y en el interior se veía el embrollo de cables. La lucecita de una de las placas de red titilaba. El chico revolvió su bolso, como buscando algo. Desde la ventana, llegaban risas y música como de una fiesta, y cada cierto tiempo se oía el chapoteo de una pileta. Marco. Polo.

―Estamos de cumpleaños ―dijo el hombre.

Tierra. Nadie.

―Ahh, con razón…

El hombre señaló la pantalla.

―¿Vamos a ver qué tiene?

―Sí.

Después de que le diera un breve informe de los problemas de la computadora, se arremangó la camisa y, con un pañuelo, limpió los lentes de sus anteojos, para hacer tiempo. Le gustaba trabajar solo, sin distracciones, porque así había menos margen de error. Pero lo único que hizo el hombre fue correr la silla hacia un costado. Y entendió que no pensaba moverse de ahí.

―Este era el cuarto de mi hijo ―dijo de pronto.

Recorrió con la mirada los pósters, la cama, la biblioteca. Algunos juguetes ocupaban los espacios vacíos entre los libros.

―Murió el año pasado.

Una colección de latas de cerveza y gaseosas revestía la pared de un extremo al otro del cuarto y daba la impresión de que de un momento a otro podría caerles encima.

―Disculpe. No sabía.

Pero sí sabía. Sus padres le habían contado una vez, cuando pasaban por el frente de la casa, en auto. En el barrio se oían toda clase de historias de la familia. Pero ahora no las recordaba o se mezclaban con otras.

―No te preocupes ―dijo.

Por un rato, en la habitación sólo se oyó el sonido de los dedos sobre el teclado. Los dedos del chico eran ágiles y largos, y aunque los caracteres y códigos que aparecían en pantalla parecían no tener ningún sentido, se correspondían de algún modo con el movimiento de sus manos y la fijeza de sus ojos. Encendió y apagó varias veces la computadora. Sacó discos, los insertó y volvió a guardarlos. De tanto en tanto, emitía un chasquido, y volvía a empezar. El hombre observaba y asentía, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo, y él fuera el maestro y el chico tan sólo un aprendiz. En un momento, se detuvo.

―¿Qué pasa? ―preguntó.

Movía los labios pero sin encontrar las palabras.

―Decime.

―No, nada.

―¿Nada?

El aliento flotó en el aire hasta su nariz y, por reflejo, dejó de respirar unos segundos.

―¿El baño?

―A la derecha. La segunda puerta.

Sólo cuando salió al pasillo, se dio cuenta del calor que hacía ahí adentro. Respiró hondo, abanicándose con las manos. Intentó abrir una ventana, pero los pestillos no cedieron. La niña de los bigotes estaba sentada en su cama, con un portarretratos en las piernas. Lo hamacaba como a un bebé, mientras tarareaba una canción. Al verlo, se incorporó.

―¿Qué me mirás? ―dijo.

Corrió hasta su lado y le puso una mano en el pecho, como exigiendo una respuesta. Se metió en el baño y trabó la puerta. El chico esperó dos, tres minutos. Adentro se escuchaba el agua correr. Tocó.

―Abajo tenés otro.





En la cocina, una mujer rubia en traje de baño, sacaba tuppers de la heladera y reponía en las bandejas. Todavía la fiesta no había terminado. La misma chica que le había abierto la puerta envolvía un paquete en su papel de regalo.

―Mamá, este lo voy a devolver.

Ya no tenía puesto el antifaz, y sin ese marco, sus ojos no parecían tan intensos ahora. Estaba arrodillada sobre un banco alto, y de tanto en tanto se balanceaba, dejando dos patas en el aire. Pasó la lengua por el adhesivo del moño y volvió a pegarlo.

―Los regalos no se devuelven ―dijo su madre. ―En todo caso, se cambian. Pero nunca hay que contárselo a la persona que te lo regaló.

Ninguna de las dos lo había visto y se sobresaltaron al oír su voz. Estaba de pie junto a la alacena, a medias en la sombra. Cuando lo reconocieron las dos señalaron hacia el mismo lado.

―Por ahí.

El baño tenía un metro por un metro, una guarda con flores azules y jabones con forma de concha marina. Calculó el tiempo que le llevaría descargar la vejiga en una noche de borrachera y exultación, y esperó todo ese tiempo y un poco más. Abrió la canilla, pero no se mojó las manos. Cuando volvió, sobre la mesa del comedor de diario, se encontró con un vaso de Coca y tres sandwiches y un pedazo de torta en un mismo plato, pero dispuestos a una distancia prudencial, en la que no se mezclaba lo dulce y lo salado.

―Debés tener hambre ―dijo la mujer. ―Además, va a sobrar un montón. En esta casa, puede estar días y días hasta pudrirse. Y después tengo que tirar todo.

―Gracias.

―Pero sentate.

―No, no… Está bien.

Prefería comer parado: sentarse era jugar en inferioridad de condiciones. La mujer lo observó mientras comía.

―Vos no sos el primero que viene. ¿Sabías?

El chico asintió, alzando ligeramente los hombros.

―Papá está loco ―dijo la chica. ―Le habla a la computadora.

―¿Qué te dije sobre decir cosas de tu papá?

Aun con el ceño fruncido, no pudo contener una breve risa. Repentinamente volvió a un tono grave.

―¿Qué es lo que tiene ahí? Me pregunto… Yo no sé mucho de esas cosas. Es la verdad. ¿Qué es lo que está buscando? Ni siquiera bajó hoy a festejar. Ni un ratito. Con todas las cosas ricas que hay. Con este día espléndido.

Comprendió que no lo interpelaban, que la mujer hablaba para sí misma. Iba a volverse cuando sintió la pregunta.

―¿Vos sos un nerd?

Sonó ácida y articulada, como salida de boca de un médico y no de una chica de once de años. Fue como si de pronto le hubieran puesto un espejo enfrente y se mirara por primera vez en mucho tiempo. Sintió una opresión en el pecho, algo que le subía hasta la cara y se exudaba como calor. Su madre la miró decepcionada, pero daba la impresión de no tener fuerzas ni autoridad para imponer castigos.







―Yo no soy el primero que viene, ¿no?

Le había costado una hora reunir el coraje para hacer la pregunta. Una hora en la que no había habido ningún progreso. Y sin embargo, el hombre no contestó. Fue hasta la mesita de luz donde había una foto. El chico vio varias figuras sentadas a una mesa, pero desde donde estaba no podía ver bien quiénes eran.

―Le faltaban pocos días para cumplir los catorce. ―dijo de pronto. ―Y no se pudo hacer nada. Él quería cumplirlos. Era como un récord en la historia de esa enfermedad. Todavía hoy me cuesta pronunciar el nombre. Esas de uno en un millón.. ¿Vos tenés? Tu edad te pregunto.

―Veinte.

―Veinte… Bueno... Borrá de la memoria los últimos seis años de tu vida, borralos. Seguramente son los mejores, los más intensos. Borralos. Y ahí tenés. Catorce años. Catorce años pueden contener una vida…

El chico entrecerró los ojos.

―Señor, yo entiendo, pero no hay mucho para hacer. Acá ya estuvieron trabajando y yo no sé si...

―Cuando pasó ―dijo―, no fue tan triste como uno podría imaginarse. Quiero decir, sí y no. El día más triste de tu vida llega y pasa, está lleno de segundos, de respiraciones, de pequeños actos y pasa. Es el día más triste de tu vida pero es un día con sol y el pasto brilla porque llovió la noche anterior. Están tus amigos, sus amigos, todos los que tienen que estar y el sacerdote dice las palabras justas. Con mi mujer nos abrazamos y lloramos y volvemos a casa. Entonces llega la noche y uno puede dormir. Porque las lágrimas te han embotado el cerebro. Y pasa. No lo podés creer, pero pasa.

Ahora el chico había dejado de teclear y solo miraba, con las dos manos suspendidas en el aire.

―Señor… ―empezó, sin convicción. En el monitor, las barras con porcentajes se habían detenido.
―Los primeros días yo estaba mejor y llevé las riendas de la casa. Me ocupé de los que quedábamos. Literalmente. Limpié, compré, cociné, bañé. Manejaba de ida y vuelta al colegio, como un robot. Después, con el tiempo, ella empezó a sentirse mejor. Y a medida que ella se incorporaba a la rutina, que volvía a un ritmo de vida anterior, yo me fui hundiendo, sin saber por qué. Perdí el humor. Lloraba. Lloraba sin control, a cualquier hora, en cualquier lugar, incluso frente a extraños. Más de una vez tuvieron que llamarla para que viniera a buscarme. Porque no tenía fuerzas para volver. Y entonces, una noche dejé de dormir. Me pasaba las horas en la cama, quieto, sin pensar, para ver si en algún momento venía el sueño. ¿Alguna vez tuviste insomnio?

El chico negó con la cabeza.

―Te aseguro que las noches pueden ser mucho más largas que los días.
Arrastrando la silla, sin levantarse, asomó la cabeza por la ventana. Las voces del jardín cesaron un instante.

―¿Cómo venimos? ―preguntó.

¡No había escuchado nada! Había que hablar lento y claro, articular las palabras con paciencia.

―Como le estaba explicando, podemos probar. Pero no sé si es posible salvar lo que había. Tal vez tengamos que poner un disco nuevo. Empezar de cero.

―¿Empezar qué? ―preguntó.

El sol estaba a la altura de las persianas y con los rayos entrando horizontales: la sensación era como estar debajo del agua.

―No, no ―dijo ―Eso no.

Siguió negando con la cabeza. En el vaso quedaba un hielo, con dos dedos lo pescó y lo llevó a su boca. El chico pudo oír claramente cómo lo trituraba con las muelas antes de continuar con la historia.

―Un día entré en su cuarto. Habían pasado dos, tres semanas. Estaba igual a como lo ves ahora. Faltaban algunos aparatos, el olor de los remedios. Pero fuera de eso, no había cambiado nada. De repente tuve una imagen. La imagen de él ahí frente a la computadora, pasándose horas y horas. Y me acordé de que cuando yo entraba ni siquiera se daba vuelta para hablarme, me contestaba por el reflejo de la pantalla. Y después lo oía reír solo hasta la madrugada, y siempre, de fondo, el ruido del teclado. Me quedé duro, muchas cosas vinieron a mí. Y unas ganas incontenibles de llorar. Apagué todo rápido y salí, porque no quería… No otra vez. Pero la mañana siguiente, junté fuerzas, no sé de dónde, y volví. Empecé a revisar sus carpetas, todos los archivos que contenían su nombre. Leí lo que había escrito, sus trabajos del colegio, sus cuentos… Escribía maravillosamente bien para su edad. Deberías leer alguno. Escuché sus canciones. Me pasaba horas, igual que él, delante del monitor, hasta que los ojos se me cerraban. Todas las noches, Julia me llamaba desde la cama y me decía: “dejá eso”, “dejá eso”, “¿qué estás buscando?”. Pero yo no le respondía, me metía en la cama sin hablar, porque eso era sólo para mí. Ella siempre había tenido una relación especial con él. Podían comunicarse sin hablar, saber exactamente lo que pensaba el otro. Y yo siempre estuve fuera de ellos dos. Como un extraño. Todo lo que sabía de él lo sabía a través de ella. Cada noche, al acostarnos, me hacía un relato de su día, de las cosas que decía o le pasaban, y yo escuchaba con los ojos cerrados, tratando de imaginarme cómo había sido. Y para mí, aunque te cueste creerlo, era suficiente con eso.

Alzó el whisky para estar seguro de que no quedaba nada. Pudieron verse sus ojos desproporcionados a través del fondo del vaso.

―Otro día, sin saber muy bien cómo, me conecté a Internet. Yo que siempre fui un completo ignorante de la tecnología. Yo que por mi trabajo, nunca tuve necesidad. Y fue una revelación… Ahora… ahora sé algunas cosas… Navegué las mismas páginas que él había visitado, que era conocer los lugares donde él había estado. En su cuenta de e-mail, había mensajes sin responder. Eran sus amigos, que le preguntaban cómo estaba, si había pasado la crisis. Le preguntaban si empezaba a sentirse mejor. Algunos hasta parecían ofendidos porque no se conectaba o daba señales. Una chica polaca había mandado una foto con una dedicatoria, en un inglés malo. La recuerdo perfectamente: estaba en una silla de ruedas, al parecer en su cuarto, y tenía un peluche rosa en el brazo. Pero no lo sostenía, no podía sostenerlo. Era evidente que alguien se lo había puesto ahí. Toda la foto tenía algo de falso y a la vez una ternura extraordinaria. Y debajo de la foto, encontré el mensaje que él le había escrito antes a ella, en el que le daba fuerzas y consejos. Mi hijo que no tenía catorce años. Y por primera vez, tuve la imagen completa de lo que había sido él como persona.

Hizo una pausa, se levantó y dio una vuelta por el cuarto antes de volver a sentarse. Continuó, pero ahora la voz era distinta.

―¡Él era el que había superado las expectativas! Nadie llega, creéme. Nadie. Los doctores nunca quieren decirte cuánto tiempo. Está prohibido. Es una lotería. Pero nadie llega. Él era para ellos un sueño, la prueba de que podían equivocarse… Durante todo aquel largo día pensé y pensé qué podía decirles, cómo contarles. ¿Cómo se hace? Entonces me senté frente a la computadora. Fue algo mecánico, instintivo. Pulsar las teclas. Y lo primero que salió: “Hola amigos, estoy de vuelta.”

No dijo nada más. Sus ojos, lentamente, se perdieron en el techo. Era como si en el acto de contar esa historia hubiera agotado todas sus reservas de energía. El chico se preguntó cuántas veces lo había hecho, en noches iguales a esta. Estuvieron un rato callados, sin mirarse. Más tarde, volvió al trabajo, o mejor dicho, fingió que volvía al trabajo, porque ya no había nada que hacer, pero el sonido del teclado llenaba de algún modo el silencio.

Las horas pasaron. Oscureció. De a ratos, el hombre se dormía y cuando despertaba, parecía confundido, tardaba varios segundos en entender dónde estaba. Una vez bajó a hacer café.
Durante la noche, el chico tuvo accesos de esperanza. Tenía la certeza de que la tecnología no era exacta ni indiscutible, que en la médula de ese lenguaje había espacio para la creatividad. Trató de imaginar otras posibles soluciones. Empezó de nuevo. Desarmó la computadora hasta sus últimos componentes y minuciosamente volvió a armarla. Insertó y sacó discos. Instaló programas que no había probado antes.

Cuando dieron las tres, sonó la alarma de un reloj en alguna de las habitaciones contiguas. El sonido llegaba amortiguado pero fue creciendo en intensidad. Poco después, la mujer rubia apareció en la puerta. Llevaba puesto un camisón blanco, que brillaba en la oscuridad del pasillo.

―Jorge, ya es tarde. Mirá la hora que es. Este chico ya debería haber vuelto a su casa.

En el suelo había una media: se agachó para recogerla. La observó, la olió y, durante algunos segundos, buscó la que completaba el par. De debajo de la cama, sacó una bandeja con un vaso, un plato y cubiertos. Podía llevar semanas ahí, quizás más. Juntó varios papeles desparramados. Cuando terminó, dio una mirada rápida por el cuarto, satisfecha, y se recostó contra la puerta.

―Jorge. Te estoy hablando.

Él no la miró.

―Estamos bien Julia. Estamos muy cerca de algo. No podemos cortar ahora. Tendríamos que empezar de nuevo y no… no podemos darnos ese lujo. Esta es nuestra noche heorica. Vamos a seguir, ¿no?

El hombre cerró un ojo en dirección al chico, pero no alcanzaba a ser un guiño. Podía ser cualquier otra cosa, un tic, cansancio o incluso el último espasmo de un ojo muerto, pero nunca un guiño. La mujer esperaba una respuesta, con los brazos cruzados. Había un brillo cómplice en su mirada, como si dijera: “Esta es tu oportunidad. Podés irte ahora”. Pero no lo hizo. Se enderezó en la silla, tomó aire y puso las manos otra vez sobre el teclado.

―Vamos a seguir ―dijo. ―Toda la noche. Lo que sea necesario.

La mujer que trabajaba en casa

La casa se estaba viniendo abajo y uno, a cierta edad, no hace nada para evitarlo. Pero lo cierto es que los platos sucios se juntaban en la cocina, no había nadie que hiciera mi cama y empezaban a faltar camisas en el placard. Creo que nos salvábamos de las hormigas sólo porque vivíamos en un piso alto. La mañana del quinto día mamá me pidió que la acompañara a ver si le había pasado algo. Estaba preocupada. Yo la veía cruzar el pasillo varias veces o parada en mitad de su cuarto, en camisón, como si hubiera olvidado donde estaban sus pantuflas. Pero si no había hecho nada hasta ahora no era por desidia, sino más bien una manera de seguir esperándola.

—¿Y cómo no tenés el teléfono? —le pregunté.
—Nunca lo necesité.

Mamá es así. Da todo por sentado. Lo que a mí me parece falta de consideración ella lo ve con naturalidad. Elda no tenía la costumbre de faltar y cuando lo hacía avisaba al menos con un día de anticipación. En los quince años que llevaba trabajando en casa nunca había dejado de llamar.

—Está bien, vamos —le dije.

Pensé que eso me pasaba por ser el último en irme, pero no quería que fuera sola. Antes fuimos al cuarto de servicio y revolvimos sus cosas. Al parecer, todas seguían ahí: el delantal rosa que mamá le había hecho dejar de usar, un cuaderno, unos perfumes. Y quizás el último televisor en blanco y negro de la tierra. Cuando terminé de bañarme, las llaves del auto estaban sobre mi cama. No entendí si me estaba apurando o si tenía miedo de que me arrepintiera, pero no dije nada.

Mientras bajábamos en el ascensor traté de hacer un recuento de todos los recuerdos que tenía de Elda. Me sorprendió que fueran tan pocos. Mamá traía en su mano un papelito con la dirección. Estaba arrugado y algunas de las letras y números se habían borroneado. Ninguno de los dos sabía cómo llegar, pero teníamos toda la tarde para encontrar la casa.

—No te preocupes. Preguntando llegamos.

Desde que se fue papá había aprendido a recitar fórmulas de aliento. Me miró de reojo, sonriendo, y sentí que destapaba uno a uno todos mis secretos.
Aunque el auto era suyo, era el único que lo usaba, a excepción de alguno de mis hermanos. Existía entre los dos el acuerdo tácito de que tenía que pedirlo prestado toda vez que quisiera usarlo.

—¿Vos le pagaste, no?

Doblamos y entramos en la avenida. No me miró.

—¿A quién?
—A Elda.
—¿Cómo no le voy a pagar?
—No sé, tal vez te olvidaste. Puede pasar…
Pero no respondió.
— ¿Se habrá ofendido por algo? ¿Algo que le hayas dicho?
Mamá y Elda podían estar el día entero sin hablarse, pero siempre una sabía lo que estaba pensando la otra. Elda servía el té o la cena a la hora que mamá creía que era la hora adecuada. Entraba en los cuartos a ordenar y a limpiar cuando estaba segura de que no molestaba. Se repartían la casa por horarios.
―¿Qué sabés de Elda?
―¿Cómo qué sé de Elda?
―Me refiero a qué sabés de la vida.
Pasamos por una zona de fábricas, cerca del río. Las columnas de humo de las chimeneas se torcían hacia el sur. Oímos la bocina de un barco que no sabíamos si llegaba o estaba partiendo.
―Poco ―dijo.
Se quedó pensando varios kilómetros. Con el sol de costado, vi extenderse una zona de sombra en su cara.
―Sé que tiene cuatro hijos ―dijo, hizo una pausa y me miró entusiasmada antes de continuar. ―También varios nietos, nueve creo. Está separada desde hace varios años. Él era carpintero o plomero, no me acuerdo muy bien. Cumple años en febrero. ―contó con los dedos. ―¿Cuarenta y ocho?
No parecía muy segura. Desde una curva, antes de salir de la autopista, vimos un terreno en construcción. En el centro, habían cavado un pozo gigantesco, que más bien parecía el cráter de una bomba. Calculé que el edifico tendría al menos quince, veinte pisos.
―Parece que le pegaba.
―¿Quién?
Cuando bajamos de la autopista, faltaba todavía la mitad del viaje. Y venía la parte que no conocíamos. A medida que nos alejábamos, el mapa era cada vez más impreciso, y empezaban las calles de tierra, sin nombre. Paramos en una panadería a comprar facturas.
―No podemos caer con las manos vacías.
Estuve de acuerdo.
―¿Creés que le haya pasado algo? ―me preguntó.
―No sé. No creo.
Pero tuve la visión de un accidente terrible, en el que dos autos chocaban y se repelían por la violencia del impacto. Los autos se incendiaban y luego una lluvia reparadora.
―Si vuelve voy a prestarle más atención.
Pasamos por un barrio de casas iguales, con sus tanques de agua arriba, imitando chimeneas. Algunas estaban habitadas a pesar de que parecían a medio construir. Llegamos a una calle angosta, en la que los autos que venían de frente nos obligaban a retroceder, a tirarnos contra la banquina. Desde sus asientos, con el parabrisas de por medio, y las manos aferradas al volante, nos miraban. Cada dos o tres cuadras, mamá bajaba del auto para poder ver los números de las casas, porque no seguían en orden la numeración. En una esquina, bajé la velocidad y le pregunté a un chico si sabía dónde era la casa de Elda Rubatto. Se acercó a la ventanilla y se tomó todo el tiempo del mundo antes de responder.
―Es esa.
Señalaba un punto impreciso, cincuenta metros más adelante.


La chica que nos abrió la puerta pareció reconocernos. Tendría veinte años, no más. El pelo negro, lacio le llegaba hasta los codos. No la había visto nunca en mi vida y sin embargo había pronunciado mi nombre. A mamá le había dicho señora. Hizo un gesto excesivo con la mano, invitándonos a pasar. Cerró la puerta detrás de nosotros y la habitación, que ya era oscura, se apagó todavía un poco más.
Elda apareció desde la cocina, limpiándose las manos con un repasador. No parecía sorprendida de vernos y tuve la impresión de que nos esperaba.
—Señora, ¿cómo le va?
—Elda… ¿Qué te pasó? —dijo mamá, sobreactuando su angustia. —¿Hace una sema…
Pero no la dejó continuar. Nos dio un rápido beso y presentó a Romina, su hija, la que sabía mi nombre. Después, fue llamando uno por uno a sus nietos, que se presentaron en seguida en la habitación. Estaban agitados como si hubieran venido corriendo desde una distancia incalculable. Sus nombres me entraron por un oído y salieron por el otro, pero todos llevaban en sus gestos la herencia de la abuela. Se quedaron, impacientes, hasta que les dio permiso para irse.
Una vez que nos quedamos solos, Elda dijo que quería mostrarnos la casa. Parecía feliz con la idea de ser anfitriona. Precedidos por ella, recorrimos varias habitaciones. Entrábamos en una. Mamá hacía un comentario aprobatorio. Salíamos. Entrábamos en otra. Los techos tenían alturas desiguales, los pisos estaban hechos con materiales distintos, como si la casa se hubiera construido por etapas, a lo largo de mucho tiempo.
Mamá, como siempre, se dio cuenta antes que yo. En su mirada, en su forma de mover las manos, supe que algo andaba mal. Miré de nuevo la habitación, como por primera vez, tratando de ver lo mismo que ella.
Entonces fue cuando empecé a ver cosas que había visto alguna vez en casa. Adornos, pequeños objetos. Al principio, unos pocos aquí y allá. Nada de valor ni importancia. Pero cuando acostumbré la mirada, a medida que avanzábamos, vi muchos más, por todas partes. Se iluminaban en mi cabeza, se ordenaban, al igual que en un mapa, con fechas y referencias. Traté de hacer un balance de cuántas de las cosas se había desprendido mamá y cuántas habían desaparecido con el correr de los años. Cerré los ojos. Y también entendí que toda la distribución de la casa imitaba la de nuestro departamento. Por eso yo la había aceptado con tanta naturalidad. Era admirable cómo en espacios tan pequeños habían colocado los muebles en la misma posición.
Quise seguir, adelantarme al grupo, porque de algún modo sabía lo que venía. Atravesé puertas, llegué a un patio. Al fondo del terreno, bajo el último sol de la tarde, varios hombres trabajaban en la construcción de una nueva casa. Estaban bañados en sudor. Parecían exhaustos. Y sin embargo, sus brazos no se detenían, como determinados a completar la obra antes de que los sorprendiera la noche.
—Mis hijos —dijo Elda. Pero había más de tres.
Desde lejos, saludamos con la misma mano que usamos de visera, porque a esa hora los rayos venían de frente. Ellos se detuvieron apenas un instante para responder el saludo y volvieron al trabajo.


Deshicimos el recorrido en silencio.
—Romina. Vamos a tomar té por favor.
Le hablaba a la hija como mi madre le había hablado a ella. Con respeto, pero también con autoridad. El resto de la tarde, hablamos un poco de todo y de nada. En un momento, pregunté donde estaba el baño.
—Por allá.
En los estantes de una repisa había fotos nuestras entre las de sus hijos. Me vi en mi primera comunión. Cuando recibí mi diploma en séptimo grado. En una cena de navidad prehistórica, antes de que se fuera papá. Algunas de las fotos estaban tan cerca unas de otras que daba la impresión de que todos nos conocíamos, que éramos parte de una misma gran familia.
Cuando salí, Romina apareció como una ráfaga y me tomó de la mano. Corrimos por un pasillo y lo que parecía una galería hasta un patio más pequeño que el anterior. Tres cables cruzaban a la altura de nuestras cabezas con ropa colgada. Reconocí un buzo que había usado muchos años atrás.
─Vos no te acordás de mí.
Hice un esfuerzo, busqué su cara entre todas las caras que conocía.
─Sí ─le dije. ─Cómo no me voy acordar.
─Mentiroso… Hace mucho tiempo, mamá me llevaba a tu casa. No tenía a nadie con quien dejarme y la señora le daba permiso. Me acuerdo que jugábamos en tu pieza toda la tarde. Me prestabas tus juguetes, pero siempre que estuviera cerca, nunca me dejabas llevarme ninguno.
No respondí. ¿Qué podía decir? Se hizo un silencio, pero no fue incómodo. El viento aleteó varios segundos en las sábanas suspendidas hasta que todo quedó quieto. Podría haberle dado un beso. Hubiese sido un buen momento en una telenovela, pensé, con un cinismo que no he vuelto a tener desde entonces. Pero no lo hice y volvimos adentro, sin mirarnos.
Mamá ya estaba de pie, esperándome. Por su cara, entendí que se habían agotado los temas de conversación. Romina pasó de largo, sin despedirse, recogió las tazas y después oí el agua correr en la cocina.
—¿Vamos?
—Vamos.
Nos íbamos, pero increíblemente todos en aquella casa durante toda la tarde habíamos evitado hablar de algo que no tenía nombre. Me sorprendí de nuestra buena voluntad, la capacidad de calcular los silencios. Antes de salir, Elda se detuvo bajo el triángulo de un foquito desnudo:
—Sabe señora, siempre pensé en invitarlos a casa. En tener una comida todos juntos. Allá atrás, en el patio, hay lugar para…
Giramos la cabeza simultáneamente hacia la ventana, buscando señales de esa escena que había imaginado, pero ya no se veía nada afuera y el vidrio sólo reflejaba nuestras siluetas. Asentimos con una sonrisa, porque no tenía sentido decir otra cosa.
Era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Había olor a naranjas y alguien preparaba un asado a tres o cuatro casas de distancia. Elda nos acompañó por el sendero hasta la vereda. Sus nietos se habían quedado en la ventana y desde allí nos miraban. Me di vuelta para saludarlos. Sus ojos brillaban como sólo brillan los ojos antes de salir en una fotografía. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casita que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo, Elda nos indicó el mejor de camino de vuelta, trazó en el aire un itinerario por calles iluminadas y seguras. Pero extrañamente no teníamos miedo. Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo.
—Gracias, gracias por todo —dijo.
Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y retrocedió marcha atrás cien metros sobre sus huellas.
Durante todo el viaje de regreso a casa no hablamos. En un momento amagué con encender la radio, pero no, estábamos más cómodos así, en silencio. A medida que nos acercábamos a la ciudad, el paisaje progresaba en las ventanas. Las casas y los edificios crecían, empujados por la fuerza de su propio bienestar. Brotaban jardines por todos lados.
Sólo cuando ingresamos en el estacionamiento me pareció que mamá quería decir algo. Lo noté en el traqueteo de sus labios. Siempre guardábamos el auto en el tercer subsuelo, y aquella noche, a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Las ruedas chirriaron en todas las curvas hasta que entramos en el nicho correspondiente a nuestro departamento.
—Llegamos —dije.
Apagué el motor y guardé la radio en la guantera. Todavía esperó un poco más.
—Vos ya estás grande —dijo cuando ya no me lo esperaba. —No falta mucho para que te vayas. Yo sé. Y esta casa no se ensucia tan fácil. Creo que… Creo que por ahora me puedo arreglar yo sola… Un tiempo. Por lo menos hasta que encontremos a alguien.
La miré a los ojos para que supiera que la escuchaba pero no dije nada y, estirándome hacia las dos puertas de atrás, bajé los seguros.