Thursday, September 29, 2005

El hombre bala

Dejaron de hablarse antes de salir a escena. No había nada más que decir. Él esperó a que ella saliera y después la siguió, guardando distancia. Se cruzaron a los payasos, que acababan de terminar su número y al chico que daba de comer a los leones. Ella lo saludó con ternura. Él pasó de largo, sorprendido de que aún conservara sus brazos. Volvieron a encontrarse junto a las jaulas y no se miraron. Él vio que una estaba vacía, pero no tuvo tiempo para pensar qué animal faltaba. El fin de los aplausos era su señal de entrada. Al fin se tomaron las manos, y al descorrerse el telón, dieron el primer paso. Desde ese momento todos los movimientos estaban coordinados. El saludo simétrico al público, aunque los reflectores cegaran las gradas. Ponerse en posición. El salto y el envión con las manos para entrar por la boca del cañón. Y una vez adentro, la torsión en espiral para hundirse hasta el fondo. Después sólo esperar el chisporroteo de la mecha. Cuando supo que todo estaba listo, sintió que el mundo se movía. De pronto, la carpa giraba y la red ya no estaba donde tenía que estar. Como de costumbre, ella asomó la cabeza y preguntó si todo estaba bien. No se le veía la boca, pero él hubiera jurado que sonreía. Entonces cerró los ojos y apretó los puños.
—No, no tengo nada más que decir.


Ayer, como ejercicio, todos escribimos una historia con los mismos ingredientes: en el circo, el hombre bala, el momento antes de salir expulsado. Máximo 15 líneas.

Wednesday, September 21, 2005

Un mal día para ir al baño


Acababan de golpear la puerta por séptima vez en la última media hora. Ocupado, dijo y se arrepintió de no haber ido al baño de arriba. Las escaleras suelen ser barreras infranqueables para los invitados a una fiesta. Hizo fuerza, suspiró y se secó la frente con el mango de la camisa. Siguió contando y distribuyendo los grupos con ayuda de los azulejos. Del colegio no habían venido tantos como él esperaba, pero era natural después de todo. Unos meses antes no hubiera aparecido nadie.

─ Te acabo de decir que está ahí. Me dijeron los chicos. Está metido hace rato ya. Voy a preguntarle qué pasa. Nada más. No soy pesada… ¿Martín?
─…
─ ¿Estás ahí?
─ Sí.
─ Hay gente que quiere usar el baño, querido. Me dijeron que estás hace un buen rato. ¿Puede ser?
─ No tanto.
─ ¿Pero qué pasa? ¿Necesitás algo? Decime.
─ No.
─ ¿Te sentís mal?
─ Estoy bien. No pasa nada.

Los vecinos de la cuadra sumaban cinco, incluyendo al hermano menor de uno que estaba enfermo de paperas y había mandando un representante. Cualquiera servía para abultar el número final. Era su primera aparición pública en mucho tiempo y necesitaba un éxito contundente. Los primos de parte de la madre estaban todos y casi no se notaba que habían venido contra su voluntad. Se acordó de un cumpleaños, seis o siete años antes, en una quinta con una pileta al fondo. Se oían gritos, risas dispersas. Se vio corriendo con ellos entre los árboles, con el cuello transpirado, buscando un lugar para esconderse. En esa época podía ser un camaleón en cualquier grupo, no había diferencias.
De pronto oyó unos golpecitos cerca de la cerradura. No tuvo tiempo de lamentarse que la proporción de sexos estaba equilibrada por tías y abuelas.

─ ¿No querés una cucharada de aceite?
Se dio cuenta de que su madre murmuraba para atenuar la vergüenza, la de él y la de ella.
─ No, gracias.
─ ¿Una pastilla de carbón tampoco?
Dentro del baño, el calor crecía a un grado por palabra.
─ ¿Me pueden dejar tranquilo?
─ Sí, corazón, ya te dejamos tranquilo, pero ¿seguro estás bien?
─ ¡¡¡Mamaaá!!!

Y sintió dos o tres explosiones consecutivas en algún lugar de sus intestinos, como si esa palabra conjurara un dolor extraordinario. Se inclinó y se dobló, buscando una posición más cómoda. Hizo una lista mental de las cosas más dolorosas que existen. Esto debía estar a la altura de un parto o un cálculo. Apoyó el codo en la puerta. Las rodillas le temblaban un poco.

─ Dale que todos están esperando. Sí, ahora. ¿Tan difícil es? Yo no puedo meterme.
─ Está bien, está bien. Voy a hablarle. Martín… ¿Martín?
Al escuchar su nombre, alzó la cabeza lentamente.
─ Es papá. ¿Cómo estás? ¿Te sentís bien?

Lo que más le sorprendió fue la impostura de la voz para contrarrestar su natural autoridad. Era la modulación dulce y calma que había usado en los peores meses, cuando nadie lo retaba por nada, cuando el mundo no tenía reglas y la libertad era sin límites. La misma que había puesto celosos a sus hermanos. Durante mucho tiempo no lo incluyeron en los juegos, se olvidaban de avisarle de los partidos de fútbol y los cumpleaños de amigos en común. Hubo noches en que los oyó murmurar desde sus camas y maquinar bromas crueles contra él. Los sentía cruzar el cuarto en la oscuridad, pasándose mensajes. Más de una vez terminó, con frazada y almohada, en el rellano de la escalera, para poder dormir. Entonces tuvo miedo de retroceder. Con mucho esfuerzo había reconstruido la relación con cada habitante de la casa. Se afirmó en el inodoro y para exorcizar el pasado, desafió a la voz que venía de afuera.

─ ¡¿Qué pasa?! ─gritó.
Y tras una pausa, la vuelta a la normalidad.
─ ¿Cómo que qué pasa? ¿Qué estás haciendo? Hace cuarenta minutos que estás ahí.
─ Y qué.
Todavía faltaba un poco más.
─ Quiero saber qué-hacés-ahí-adentro.

Ahora, el tono de su padre se instalaba cerca de la masturbación o la pornografía. Lo último que le faltaba era tener fama de perverso. Se imaginó desnudo frente a un pizarrón verde, acribillado por tizas enemigas. Escuchó risas que podían venir de cualquier lado. Apagó la luz un instante y bajó la cabeza para ver por debajo de la puerta las sombras que se movían del otro lado.

─ No me pasa nada, ya salgo  ─murmuró, incorporándose.

Acto seguido, trabó con llave y puso una toalla en el suelo contra la puerta, para perder todo contacto con la realidad. Una semana antes él había dicho que no estaba preparado para una fiesta. Todavía faltaban seis meses para su cumpleaños. Y ni siquiera había una fecha memorable en el medio que funcionara como excusa. Lo mejor hubiera sido volver de a poco, en silencio, y no así. Recordó los preparativos y el intenso movimiento de la casa de los días previos al evento. Se vio a sí mismo sentado en la escalera, observando todo desde lejos, como si se hubiera desdoblado del personaje anfitrión. Y se dio cuenta de que en realidad no había participado en niguna decisión vital de la fiesta. Nadie le había preguntado si quería triples o empanadas, coca o pepsi, fiesta de disfraces o excursión a un parque de diversiones.

Entonces alguien apagó la música. ¿Qué le pasa? No sé... No pudo precisar si las voces que ahora escuchaba empezaban en ese momento. ¿Estará…? ¿Vos creés? O venían de hacía rato. Andá a saber si… Pero lo destrozó la certeza de los murmullos. Yo creía que estaba mejor. Era como estar muerto, con un trampolín directo a sus conciencias. Si habló, sólo fue para rebotar un poco la vergüenza. Nunca fui sordo, dijo casi riéndose de su hazaña. Las convulsiones de la risa vinieron acompañadas de nuevas explosiones interiores. Se abrazó a sí mismo. Afuera seguía el tráfico de deliberaciones y consultas a media voz ¿No habrá nada con filo en ese baño, no? Fueron a fijarse si... Habría que ver... Pero todo le llegaba en sordina, como desde adentro de una caja.

Se incorporó haciendo equilibrio, los pantalones bajos a la altura de los tobillos, y con las manos abiertas dio cinco golpes que retumbaron en toda la casa. Esta vez las voces se callaron. Por un momento, fue como estar en la bóveda de un banco, entre muros de acero de un metro de ancho. Se miró en el espejo. Un golpe bastaría para tener cincuenta o sesenta astillas del tamaño de un cuchillo. Se acercó a la ventana y asomó la cabeza. En el jardín, vio que algunos invitados se iban raudamente. Las madres intercambiaban señas. Una brisa fresca entró en el baño y le recorrió las piernas. Del otro lado de la puerta, hubo corridas y ruido de herramientas.

Pensó en todo lo que había pasado ese día como en una enorme bola de nieve, desplazándose a gran velocidad por una avenida desierta, y que cuando pasaba cerca podían verse en detalle las anomalías de su superficie. Vio hojas, chizitos, ramas, vasos de plásticos, pedazos de mampostería, tiras de pastillas, hasta una bicicleta. Creyó ver una mano también, saliendo de un costado. Y a medida que avanzaba, la bola tragaba todo lo que había en su camino. Iba de lado a lado, en zigzag, como en un pinball extraño.

Supo que tenía que salir.

Volvió al inodoro con pasos cortos. Se limpió, se subió los pantalones y se abrochó el cinturón. Se lavó las manos y puso el jabón en su lugar, coronado de burbujas. Sólo entonces tiró la cadena y mientras veía el remolino replegarse hacia los caños quiso que el agua se llevara muchas otras cosas. Detrás de una puertita encontró el desodorante de ambiente. Apretó dos veces el botón. La segunda vez lo mantuvo, trazando un arco de un extremo al otro del baño. Pensó que sonaba a escape de gas y tomó aire, la misma cantidad que uno toma antes de sumergirse en una pileta. Se inclinó junto al bidet y de un tirón el papel higiénico se desplegó como una alfombra roja.

Empezó desde el cuello hacia arriba. Era un trabajo delicado, para que no se desgarrara el papel. Con cada vuelta, cubría un rasgo o un gesto de la cara y se preguntó si los egipcios lo hubieran hecho de ese modo. Apenas dejó dos intercicios a la altura de los ojos para poder ver. Antes de salir, por alguna razón que no podría explicar nunca, se sintió confiado. Ya no le dolía la panza y estaba decidido a salvar la fiesta.

Tuesday, September 20, 2005

Escribía y era arena

Este poema lo escribí de pendejo, a los 15 o 16, cuando había leído a Lorca, que es muy del estilo. Mucha rima... Ahora no sé si me gusta. Tiene partes que me gustan, otras no tanto. Tampoco sé si es malo o bueno. Reescribirlo sería traicionar la edad…


Escribía y era arena

Porque los ángeles no traían
en sus manos las linternas
la última noche era oscura,
fría y sin estrellas.
Un río corría entre cerros y llanuras,
por un lecho muerto de flores ciegas,
y sus aguas bañaban con ternura
la orilla ardiente de la escena.

Un hombre escribía una carta
y lloraba la noche entera.
Un hombre escribía una carta,
su alma pesaba y era arena.

¡Su alma pesaba y la noche era negra!

La luna entre los árboles
filtraba una luz de perla
y no necesitaba leer la carta
para sentir en su alma la sentencia.
Un dolor en el centro de su pecho
con la fuerza de una flecha
y no fluía sangre de la herida,
sino agua, agua y lágrimas de cera.

¡Su alma pesaba, se consumía una vela!

Escribía recuerdos de un pasado,
de un cuerpo unido a su propia tierra,
de sus voces en las noches de verano,
y oscuros besos con aire y menta.
Amor que parecía no tener ocaso,
pero un día murió el sol en la sierra.
Y cada sueño, beso y verso compartido
fue olvido como el alma de una piedra.

¡Su alma pesaba por el dolor y su cadena!

Su sombra dibujada
bajo el rumor de la alameda
moría desangrada
por la espada de la pena
Y la noche vestida de dolor,
lo animaba con una risa negra.
Sabía que ya no habría amor,
porque nunca hubo una promesa.

¡Su alma pesaba y el amor era quimera!

Y condenado a los otros suspiros
no los que soltaba en su cadera,
ni los que morían en sus labios,
sino los que le dieron su condena
cuando ella se fue por un camino
sin dejar un beso tras la puerta.
Escribía sin saber que no escribía
una carta sino el último poema.

¡Su alma pesaba! ¡Su alma estaba muerta!
  

Wednesday, September 14, 2005

El Norte

Viajar al Norte también es viajar al pasado. Son pueblos a medio construir y a medio destruir. Pueblos donde se respira la herencia de otra raza, de algo que estuvo ahí mucho antes que nosotros. No importa que ya no lo veamos.

Ahí descubrí lo que es el hostigamiento del clima. La gente que baja la cabeza como una reverencia al sol y al viento. El polvo que reduce la vida útil de los electrodomésticos, el ripio que va destartalando los autos como si rebobinaran la línea del montaje.