Monday, October 17, 2005

Vietnam



Yo recuerdo bien esa noche, aunque en el fondo esté contando otra historia. Hay cosas que no nos dejan. Tú deberías saberlo. Regresaron con nosotros en aquel avión nocturno, ocultas entre la fajina verde y la piel, como sanguijuelas del Mekong. Y ahora emergen desde las rémoras del olvido para encerrar mi día en un pozo. De quién son estas palabras no lo sé, pareciera que tú ya no puedes oírme, y la espiral de rumores que sube desde la calle ahoga lentamente mi voz: la confina a un monólogo interior. De pronto estás lejos y aquí a mi lado, yo todavía no pude irme de Vietnam. Sé que soy contradictorio porque sé que soy un hombre.
A veces estaban tan cerca. No los veíamos: eran bajos, camaleones, siempre dispersos y no actuaban como ejército, pero en nuestros talones la selva reventaba en estrellas verdes. Las esquirlas y las balas abrían tumbas en el musgo, entre helechos y alimañas. Y me acuerdo que una tarde perdimos el pelotón cerca de la costa. Las bombas nos dividieron. Y quedamos así, la noche entera con el agua al cuello, escondidos entre los manglares de un río que era un pulmón líquido. Subía y bajaba, sin olas, sin esparcir collares de espuma, gradual, imperceptible, hasta que el cuerpo entendía que no teníamos branquias. Y entonces era el salto, anfibio, agónico, abrazarse a las raíces de pulpo, y una vez a salvo, recordar que estábamos vivos. Para no publicar el miedo, buscábamos otros ojos en el reflejo del agua, contando en silencio cuántos éramos, si todavía éramos todos.
La mañana siguiente pudimos salir, no nos habían visto. Emergimos desde las raíces, la piel arrugada, como niños viejos a un mundo seco. La transición fue rápida, benigna, en la costa volvíamos a ser hombres. Se borraban los sueños con aletas y escamas, desaparecía la sombra de las sirenas en un borde de la locura. Con la radio dañada, sin alimentos, emprendimos el regreso a Saigón.
Detrás de una barrera de cerros, encontramos una aldea menuda, cercada por campos de arroz. Tierras sumergidas, cuadriculadas. Todavía respiro el vaho sólido que reposaba en el hueco del valle, comprimiendo el mundo en un sueño. Bajamos por una huella abierta de cazadores furtivos. Inclinados, casi anfibios, los campesinos juntaban el arroz en bateas de mimbre. No alzaron las cabezas cuando cruzamos pero sé que sus ojos estaban clavados en nuestra marcha. La aldea quedaba en un claro de arcilla, las cabañas dispuestas en círculo alrededor de una plaza pelada y roja. Algo se quemaba en el aire. Ya no quedaban casi hombres, alguien se los había llevado una noche en camiones oscuros y no habían vuelto. Los perros rondaban, oliendo la carne ausente. Ahora son manchas oscuras en la memoria. Recuerdo niños. Cientos, lastre de una fertilidad exasperada. Niños de barrigas hinchadas, descalzos, con heridas sin costra, de ojos alucinados, niños sin padres, niños de ojos rasgados y de piel morada, del color de los ríos. Y mujeres. Tú te pareces un poco a ella.
Entramos por atrás, por un hueco entre las tablas blandas y húmedas. El cuarto era el estómago de un tigre invertido: un hueco oscuro rayado por las ranuras doradas que irradiaba el crepúsculo. El piso, un rectángulo de tierra comprimida. Por suerte entré con el segundo grupo. El trabajo estaba hecho. Cuando la vi ya era una cosa sin dolor, sin lágrimas, una mancha roja en un catre. Un bulto sin curvas, una cáscara, un pájaro descarnado, un esqueleto vegetal, una inflamación del aire. Recuerdo que otros soldados pululaban afuera, con el aliento pegado a las tablas, esperando su turno. Se podía oír la respiración canina, las tibias efusiones de baba, el latido furioso de la guerra como si estuvieran al lado mío.
La penumbra y el olor fúnebre de las cosas alteraban la cadencia regular del tiempo. Me aproximé al catre, despacio, sin ruido, para no interrumpir la agonía, el rito del desenlace. En el pecho hervía una marea subterránea, apenas contenida por un costillar débil y la cáscara elástica de la piel a punto de reventar. El corazón atlético y febril contradecía la secreta inmovilidad del resto.
Ya no recuerdo si la mataron, si se desangró en el curso de la noche. Unas sombras la enterraron cerca de la cabaña, bajo unos árboles que parecían manos abiertas. Un millón de cuerpos en la superficie de Vietnam, pudriéndose en el aire ponzoñoso de los herbicidas, en el humo de las bombas, y la enterraron igual para encubrir la falta, para olvidarla, como si a un pozo en la tierra le correspondiera otro en la memoria. En el trémolo de la acción no hay culpas ni omisiones. La conciencia es un acto segundo, una perspectiva hacia el pasado. Y la justicia, tú lo sabes, una balanza oblicua, con soporte de barro, ciega por voluntad.
No quiero que parezca una justificación, ni una excusa. No me duele decir que participé sin escrúpulos, que un extraño sabor circulaba en el dolor ajeno. No era una reafirmación del género ni un ritual colectivo necesario. No pasó porque volvíamos a ser hombres y que nadie ensaye la genealogía de un patrón familiar.
Por una vez el miedo era una flecha hacia los otros.
Y el miedo no se traduce, tal vez llegaste a entenderlo, hace un ratito, cuando te saqué la ropa. Una palabra, una combinación de letras, es apenas una llave para evocar un vacío, un dolor indefinible, un silencio. De esos días yo recuerdo la soledad. En la selva, en la catedral verde de los rumores, la presencia animal, la respiración ubicua, multiplicaban el vacío humano, el contacto roto con las cosas. Y me perdí en el delirio, en la encrucijada de mis voces; sólo había espacio para el diálogo de mis órganos, de mis partes, de mi corazón con el hígado, de mis ojos con un riñón. Y en ese capullo solitario pude ser Dios. Diluido, extraño, agotado, extirpé del hombre el instinto de la vida. Lo hice por una razón: así dolía menos el miedo. Ya no importaba tanto un balazo a través del follaje, un soldado esperándome al otro lado del bosque.
Abandonamos la aldea en la madrugada, antes de la salida del sol y sus centinelas. Sabíamos que grupos del Vietcong se escondían en aquellos bosques, en distintos momentos de la noche se oían detonaciones lejanas: morteros trazando parábolas de fuego en el aire. Una mujer casi vieja nos alcanzó en el sendero, en el límite de las chozas. Emergió de entre las palmeras, gritando palabras incomprensibles, la garganta rota de un luto histérico. Ninguno de nosotros conocía el dialecto, pero había una densidad de maldición en su voz, en la articulación de los sonidos. La aparté sin violencia, esquivando los ojos turbios, pero se derrumbó contra mis pies como si yo sudara veneno. No podíamos acoplarnos al resto de los hombres, participar de la compasión. Para sobrevivir había que renunciar al espejo que nos devolvía un rostro de ojos que son como cicatrices, de ojos como los tuyos. En Vietnam, el otro que había que preservar no era el de afuera, sino el otro bajo la misma cáscara, el que compartía mis órganos y el nombre completo, mi doble urbano, de traje, con familia. El que había que guardar para la vuelta, separado transitoriamente por un sistema de esclusas y puentes herméticos.
En el suelo, la mujer que también se parecía un poco a ti extendió los brazos: fue una cruz, dejándose hundir en el dolor, que esa noche tenía coherencia de barro. Cerca de mi hombro, sonó una descarga, un breve vómito de fuego. Los gritos cesaron en un revuelto de brazos y piernas. El cuerpo desapareció en el fondo del charco, como si debajo hubiera un desagüe secreto. A partir de ese momento no volví a girar la cabeza en todo el camino de regreso a Saigón. Marché rígido, engarzado en el ritmo del pelotón, despojado de la memoria reciente.
Tu nombre está hinchado de Asia, de tigres, de cultivos de arroz, de mosquitos gordos de sangre, de pagodas y palacios de oro, del verde genital de la jungla. Y la muerte insignificante. Sé que estamos en septiembre y que abajo no hay selva, que es Nueva York. Que te vi en el supermercado y te traje aquí, con una excusa idiota. Pero es la historia de tu raza. No es tu culpa, lo sé. Ahora veo tu sangre creciendo en la alfombra, tu sangre roja, tan vietnamita como aquella noche, y no es diferente a la mía. Siento un temblor en las muñecas. La guerra vuelve siempre, como un látigo invisible y con un séquito de sueños oscuros. Como el Vietcong, sí, estrategia de guerrilla. Pero hasta hoy no me había alcanzado.

Monday, October 03, 2005

Un dios menor

Un dios menor

Nuestro mundo es el reflejo de las acciones, los anhelos y los sueños de un dios menor. Habita en algún punto del cielo, rodeado por otras divinidades turbias que a su vez proyectan otros mundos. En este lugar no existe un ente superior: el autor del universo ha muerto, era el Origen y estaba en su destino morir tras su nacimiento. Ahora gobierna toda la Existencia. El sistema que rige el cosmos es, pues, una suerte de democracia o anarquía.
Es claro que no siempre fue así. Al principio hubo dictadores, largos períodos de guerra, el orden llegó después. Al tirano más famoso ahora le dicen Diablo, aunque se lo conoce también por otros nombres. Satanás, Mefistófeles, Belcebú, Lucifer.
Los funcionarios del Estado son elegidos cada mil años, el recambio de las autoridades ha concordado siempre en los distintos mundos con momentos de crisis o grandes revoluciones. Las vicisitudes de nuestro mundo siguen las vicisitudes del mundo superior.
En el universo la existencia no es igualitaria. Hay niveles de perfección. La pureza y perfección de la realidad decrece a medida que se baja a otros niveles. Los que aseguran que el cielo es el último horizonte no pudieron resolver ciertas contradicciones con respecto a la creación y a la multiplicidad de mundos. Por eso, una leyenda habla de que existe otro peldaño más en la escalera cósmica, al cual no hay acceso. El nivel que viene después del mundo humano es la literatura y la mitología. Las leyes en este universo inferior son demasiado blandas y la realidad casi nula: hay unicornios, sirenas y sombras construidas con la materia de las letras. En la conciencia de los hombres permanece la falsa certeza de que son los verdaderos creadores de esos mundos.
En el cielo las cosas son transparentes, livianas y no proyectan sombra. Los intelectuales han escrito que se asemejan a los cuadros cubistas, porque uno puede mirar todas sus caras y lados simultáneamente. En el cielo cada cosa ha sido creada con una finalidad trascendente. En cambio, las imitaciones terrestres no siempre difunden la claridad de su esencia. A menudo los hombres se sienten perdidos ante el mecanismo secreto de las cosas. Esa grieta del entendimiento ha traído consecuencias funestas a lo largo de la historia.
Lo real, lo verdadero, es un atributo privativo del cielo. Allí las preguntas no existen, nadie sabe (nadie necesita) la palabra filosofía. El ser de las cosas puede ser comprendido únicamente en el mundo superior. A nosotros, los hombres, nos queda una zona de sombra, un contorno en la niebla, un principio remoto de conocimiento y certeza. Lo demás es angustia. Por eso, el hombre sólo encontrará su cara buscando en los espejos del cielo.