Wednesday, June 14, 2006

el cartonero

No le faltaban muchas cuadras para terminar cuando sintió que lo llamaban. Había oscurecido de repente y el viento sólo se movía arriba, entre las copas de los árboles. El chico miró hacia ambos lados de la calle: no se veía a nadie. Pero desde una casa a mitad de cuadra, una mano lo invitaba a pasar y la mano entraba y salía de la sombra. El resto de las casas estaba a oscuras. Parecían cerradas, vacías y solo por las bolsas en la vereda podía decirse que había gente adentro. A esa hora ya no circulaban autos, excepto en la avenida, y pensó que si algo le pasaba no habría testigos. Cuando por fin se decidió, apoyó el carrito contra el cordón, para que la pendiente no se lo llevara.

Había un hombre en la puerta.
—Buenas noches, señor. ¿Tiene cartón?
—Tenemos —dijo el hombre, en plural. —Pero vení, entrá, por favor. Lo tenemos adentro. ¿No te gustaría comer algo?
El chico volvió la mirada hacia su carrito.
—Dejalo. ¿Qué puede pasar? Va a estar ahí cuando vuelvas. Me llamo Alberto.

Atravesaron un pequeño zaguán, que junto con la fachada, eran los últimos vestigios de una antigua casa refaccionada. Se habían derribado paredes y ahora el living y el comedor formaban un único gran ambiente. Los techos eran altos y las lámparas con forma de campana caían hasta la altura de las cabezas, dejando los cielorrasos en completa oscuridad. Los muebles eran modernos, coloridos, de patas cromadas, y algo en su estratégica disposición en cada sector de la casa sugería otras funciones. Como si la mesa no fuera meramente una mesa. Y aunque el chico no repararía nunca en esos detalles, al recorrer la casa supo que no había estado antes en un lugar más extraño.

Se detuvieron ante dos ventanales que daban a un patio largo y estrecho. Acercaron las cabezas al vidrio, para que el chico viera lo que había al fondo. Hizo foco a través de las plantas. Seis o siete torres de cajas de cartón se alzaban en orden contra la medianera. El vidrio tembló con el viento y vio que más allá, en el pulmón de manzana, convergían otros patios y jardines y los árboles apiñados se agitaban en bloque, tapando un sector del cielo. Volvió a contar las cajas, una por una. Calculó que había el trabajo de un mes entero y tuvo la impresión de que lo estaban esperando desde siempre.

En la cocina, una mujer estaba poniendo la mesa en el comedor de diario. Sobre un mantel de osos y conejos, había un vaso y un par de cubiertos.
—Hola, yo soy Ana —dijo.

Sonó un timbre, sacó del microondas un plato humeante y con la mano libre le indicó que se sentara. El pollo estaba cortado en dados, las papas flotaban sobre una espesa crema blanca. Apartó unas hojitas verdes hasta el borde del plato y empezó a comer despacio, bajo la atenta mirada del matrimonio. Masticaba sin juntar los dientes, para hacer el menor ruido posible.

—¿Viste todo el cartón? ¿Le mostraste? —preguntó ella.
—Sí, le mostré.
—Es mucho ¿no? Hace tiempo lo venimos juntando y queríamos guardarlo para una ocasión especial. Creemos que es importante ayudar —agarró una miga de pan y la comprimió hasta obtener una bolita muy pequeña. —Ayudar en todo lo que esté a nuestro alcance y no esperar a que las cosas se solucionen como por arte de magia. Pero no se puede ayudar a todos. Este es nuestro granito. —Automáticamente miró a su marido, buscando una adhesión incondicional que no encontró porque había dejado de escucharla. La miga tomó altura, voló sobre el hombro de Alberto y desapareció en dirección al living.

—Me imagino que estás cansado y con hambre. ¿No sos muy chiquito para andar por la calle a estas horas? ¿No es muy chiquito?
—Sí, es chiquito.
—Debés tener el trabajo más interesante del mundo. A veces me pregunto qué será lo que la gente tira. No puede haber tanto… ¿A dónde irá todo eso? ¿Cómo te llamás?
El chico tragó antes de contestar. La nuez subió y bajó en su garganta.
—Ramón, señora.
—¿Vas al colegio Ramón?
—Sí, señora.
—Me parece muy bien. ¿Sos un chico miedoso Ramón? Quiero decir… ¿Qué cosas te dan miedo? ¿Hay algo que te haga temblar?

Lentamente, el chico negó con la cabeza, sin estar seguro de haber entendido la pregunta.

—Un chico valiente —dijo ella. —Creo que encontramos un chico con todas las cualidades necesarias. ¿No te parece?
—Creo que sí —dijo él.

Se quedaron mirándolo mientras terminaba de comer. Le hicieron otras preguntas. Estudiaron su ropa, el pelo, la posición de los cubiertos en la mesa. Hasta que Ana se levantó y fue al comedor.

—¿Vas a venir? —gritó.

Su voz se amplificó en la boca del pasillo y por un momento el efecto logró que la casa pareciera más grande de lo que en realidad era. Pero se debía menos al eco, que a la constatación de que había alguien más en la casa. Ana volvió a la cocina, con los brazos cruzados, y la expresión de haber olvidado algo.

―Tiene mucho miedo. ―dijo Alberto. ―No podemos hacer que salga a la calle después de las siete de la tarde. Cuando los ve afuera empieza a transpirar y a temblar y el corazón parece que quisiera salírsele de las costillas. No hay forma de hacerlo entrar en razón.
―Es como el miedo a las ratas ―dijo ella. ―Como si lo tuviera metido en los genes desde el principio de los siglos. ¿Vas a venir?
―Dejalo. Que se vaya acostumbrando.
―Lo cierto es que esta no es la primera vez. Antes tenía terror a los perros.
―Y a la oscuridad ―agregó él. ―Y a muchas otras cosas, que ahora no vienen al caso. Hasta le compramos uno. ―señaló un plato metálico en el piso. Estaba limpio y reflejaba con fidelidad las patas de las sillas, pero no había ningún perro cerca.
―Durante mucho tiempo vivimos con las luces encendidas. En cada rincón de la casa había que tener una lámpara o un foquito. No quería que ni nosotros durmiéramos con la luz apagada.
―¿Te das una idea de lo que era dormir así?

Una vez más, el chico negó con la cabeza y en el recorrido su mirada se detuvo un instante en las ventanas. Pasó un auto, un haz de luz recorrió la habitación, dividido en rayas.

―Hasta que se le pasó ―dijo ella, apoyó levemente los codos sobre la mesa y después volvió a incorporarse. ―Yo creo que esto va a pasar también. Tiene que pasar. ¿Vas a venir? ―gritó.

Esta vez se oyó una puerta y a continuación unos pasos cortos, que se acercaban. Una sombra cruzó el living en dirección a la ventana y desapareció detrás de un sillón. Primero aparecieron unos dedos, tímidamente, sobre el respaldo. La imagen de la cabeza se completó en la penumbra cuando emergieron los ojos, que eran de un verde intenso. Tendría siete, ocho años a lo sumo. Llevaba un sweater rojo, de una tan lana gruesa que invitaba a rascarse hasta sangrar.

—Ramón, este es Manuel.

Desde la distancia, se midieron, como dos animales de distinta especie.

—Vení. ¿Ves que no tenés que tener miedo?

Pero de tanto en tanto, los dos miraban hacia los costados, buscando la trampa. Ana le apoyó una mano en el hombro. Con la otra le revolvía el pelo.

—Creo que pueden ser muy buenos amigos.

Pasaron varios minutos antes de que Manuel se decidiera a bajar del sillón. En sus ojos, se alternaban el terror y el asombro. Pero como caras de una misma mirada. Recorrió el trecho que los separaba con cuidado, afirmando cada paso en el parquet y después en las baldosas blancas. Se detuvo a una distancia prudencial, a medias en el radio de luz que delimitaba una de las lámparas. Desde ahí, era evidente que la respiración se le había acelerado.

—Un pasito más —dijo ella. —Dale. Uno solo.


Ana y Alberto se alejaron unos metros para tener privacidad. Desde la penumbra, murmuraban y discutían. A veces se les escapaba una palabra subida de tono o un suspiro forzado. No conseguían ponerse de acuerdo. Cuando ella prendió un cigarillo, la escena se enrareció aun más. Ahora el humo se mezclaba con las palabras y también con las miradas. Al cabo, Ana llamó a su hijo y después de decirle algo al oído salió corriendo hacia el pasillo por el que había aparecido. Alberto tampoco estaba por ninguna parte. Se habían quedado los dos solos. Lentamente, se acercó al chico por detrás. Le rodeó el hombro con un brazo y le preguntó si podían acompañarlo afuera, a trabajar con él, solo por esta noche.

—¿No te molesta, no?
—No, señora.
—Creo que es una buena idea. ¿No te parece?

El chico alzó los hombros pero no respondió y a ella le pareció por un segundo que no tenía cuello. Alberto ya estaba de vuelta en la cocina, de espaldas, poniéndose unos guantes de látex naranja. Abrió y cerró las manos dos veces, como si no terminara de acostumbrarse a la sensación incompleta del tacto. Manuel apareció un minuto después, bajo el arco del comedor, con dos guantes de arquero. Su madre le ajustó los abrojos y le subió el cierre de la campera.

―Hace frío ―dijo.
―Mamá. ¿Y si veo una rata?

Ella se inclinó un poco más y pegó su frente a la frente de su hijo, como en un espejo.

―Si ves una rata, mirala bien a los ojos, encandilala con la mirada, como solo los chicos valientes pueden hacerlo. Y decile: Rata, no vas a volver entrar en mis sueños. Sin dejar de mirarla... Desde esta noche voy a dormir en paz. No voy a volver a despertarme. No voy a llorar. No voy a enfermarme. Nunca más.

Alberto los interrumpió.
―Vamos. Ya está bien.
Y ella supo por su expresión que se había excedido.
Ninguno de los dos parecía convencido o entusiasmado con la idea, pero seguían la corriente. El chico salió antes que ellos a buscar su carrito mientras Ana los despedía. Los abrazó como sólo se abraza a alguien que no se verá en mucho tiempo. El viento entró en la casa como por un tubo, batiendo puertas. Afuera, la temperatura había bajado un poco más. Por entre las ramas de los árboles, las nubes parecían correr hacia el sur.



El trabajo comenzó en la esquina, repartiéndose las bolsas. El chico manipulaba los bultos con destreza. Con sólo palparlos podía adivinar su contenido y deshacía los nudos a una velocidad sorprendente, llevando el nylon al límite de sí mismo, sin romperlo. Poco a poco el olor empezaba a difundirse en los pulmones. Frente a la casa de los Monte, encontraron los restos de una biblioteca destrozada. Las maderas y los libros estaban podridos, por lo que era evidente que la última tormenta los había sorprendido. En una bolsa llena de bandejas de tergopol, los Fiorini habían intercalado un mazo de cartas españolas. El chico separó las que parecían en buen estado y las guardó. Alberto se preguntó para qué juego podían servir si no estaba completo.

Un vecino que había sacado a pasear su perro se había detenido a mirarlos. No sabían desde cuándo estaba ahí. Padre e hijo lo habían cruzado incontables veces, en la calle, en el supermercado, pero no lo conocían. Ni siquiera se habían saludado. Era un hombre gordo y alto. Trataba de disimular, silbando una canción, pero sus ojos brillaban cada vez que se daba vuelta. El perro olfateó el lugar donde iba a descargar y levantó una pata. El vapor ascendió de las raíces del árbol y el olor ácido llegó hasta donde estaban. Alberto se incorporó, estupefacto.

―¿No ve que estamos trabajando?

El hombre retrocedió y pareció tartamudear una disculpa. Pero cuando entendió la situación, prefirió mostrarse ofendido. Cruzó la calle y se alejó, arrastrando al perro que dejaba a su paso pequeñas bolitas de mierda. Siguieron trabajando, concentrados. Solo quedaban tres casas y el edificio de la esquina. Al fondo se veía la avenida iluminada, donde los autos no terminaban nunca de pasar. Se repartieron nuevamente las bolsas y las abrieron con cuidado. Sabían que no romperlas era importante, que era parte del acuerdo entre la ciudad y sus habitantes. Manuel encontró dos latas y las mostró preguntando si iban en el carrito.

―Van todas las latas ―dijo el chico.

Alberto hubiera querido tener una cámara de fotos consigo, conjurar con el flash la oscuridad de la noche y tener una prueba del momento en que su hijo enfrentaba al miedo. Por primera vez en mucho tiempo se sintió un buen padre. Quiso que Ana estuviera ahí con él porque había esperanza en esa escena y era suficiente para borrar todo lo que habían atravesado durante años. Pero entonces algo ocurrió. Su hijo acababa de abrir otra bolsa, y paralizado ante su contenido, le preguntaba:

―¿Qué es esto?

El chico se sacó la gorra antes de asomar la cabeza. El viento bajó de los árboles en una ráfaga y le revolvió el pelo. Alberto no quiso mirar. Fuera lo que fuera, era más de lo que estaba dispuesto a asimilar en una noche. Miró hacia las casas, buscando una señal o una explicación en las persianas bajas. No, no estaba preparado para eso, aunque Manuel siguiera preguntando. ¿Qué es? Papá. ¿Qué es? Y tirara de la manga de su campera, como si de pronto se hubiera quedado dormido.

Entonces el chico abrazó la bolsa, volvió a cerrarla con doble nudo y tomando carrera la tiró al otro lado de la calle. La bolsa eclipsó el farol de la esquina antes de estrellarse con un sonido de botellas rotas. Un gato que salió disparado de debajo de un auto les indicó el lugar de la caída, al tiempo que se iluminaba una ventana.

Las risas explotaron en una descarga incontenible. Con cada convulsión, resplandecía la medialuna de los dientes en la oscuridad. Se reían con una violencia sobreactuada, contagiosa. Se reían al mismo tiempo, se reían por turnos. Parecían totalmente fuera de sí. Se rieron hasta renovar todo el aire de los pulmones.

Cuando se calmaron y todo volvió a quedar en silencio, el chico hizo un gesto como de que había que seguir. Todavía quedaban bolsas en la casa contigua y más allá también. Pero ninguno de los tres se movió. Oyeron el rumor de un camión. Sonaba como la respiración de un animal grande y herido. Bien podía estar a diez cuadras o a la vuelta de la esquina. Si querían terminar había que apurarse, pero Alberto por fin habló:

―Hasta acá llegamos ―dijo. ―Mañana hay que ir al colegio. Va a ser un día muy duro. Mañana hay que levantarse temprano.

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