Tuesday, July 31, 2007

La mujer que trabajaba en casa

La casa se estaba viniendo abajo y uno, a cierta edad, no hace nada para evitarlo. Pero lo cierto es que los platos sucios se juntaban en la cocina, no había nadie que hiciera mi cama y empezaban a faltar camisas en el placard. Creo que nos salvábamos de las hormigas sólo porque vivíamos en un piso alto. La mañana del quinto día mamá me pidió que la acompañara a ver si le había pasado algo. Estaba preocupada. Yo la veía cruzar el pasillo varias veces o parada en mitad de su cuarto, en camisón, como si hubiera olvidado donde estaban sus pantuflas. Pero si no había hecho nada hasta ahora no era por desidia, sino más bien una manera de seguir esperándola.

—¿Y cómo no tenés el teléfono? —le pregunté.
—Nunca lo necesité.

Mamá es así. Da todo por sentado. Lo que a mí me parece falta de consideración ella lo ve con naturalidad. Elda no tenía la costumbre de faltar y cuando lo hacía avisaba al menos con un día de anticipación. En los quince años que llevaba trabajando en casa nunca había dejado de llamar.

—Está bien, vamos —le dije.

Pensé que eso me pasaba por ser el último en irme, pero no quería que fuera sola. Antes fuimos al cuarto de servicio y revolvimos sus cosas. Al parecer, todas seguían ahí: el delantal rosa que mamá le había hecho dejar de usar, un cuaderno, unos perfumes. Y quizás el último televisor en blanco y negro de la tierra. Cuando terminé de bañarme, las llaves del auto estaban sobre mi cama. No entendí si me estaba apurando o si tenía miedo de que me arrepintiera, pero no dije nada.

Mientras bajábamos en el ascensor traté de hacer un recuento de todos los recuerdos que tenía de Elda. Me sorprendió que fueran tan pocos. Mamá traía en su mano un papelito con la dirección. Estaba arrugado y algunas de las letras y números se habían borroneado. Ninguno de los dos sabía cómo llegar, pero teníamos toda la tarde para encontrar la casa.

—No te preocupes. Preguntando llegamos.

Desde que se fue papá había aprendido a recitar fórmulas de aliento. Me miró de reojo, sonriendo, y sentí que destapaba uno a uno todos mis secretos.
Aunque el auto era suyo, era el único que lo usaba, a excepción de alguno de mis hermanos. Existía entre los dos el acuerdo tácito de que tenía que pedirlo prestado toda vez que quisiera usarlo.

—¿Vos le pagaste, no?

Doblamos y entramos en la avenida. No me miró.

—¿A quién?
—A Elda.
—¿Cómo no le voy a pagar?
—No sé, tal vez te olvidaste. Puede pasar…
Pero no respondió.
— ¿Se habrá ofendido por algo? ¿Algo que le hayas dicho?
Mamá y Elda podían estar el día entero sin hablarse, pero siempre una sabía lo que estaba pensando la otra. Elda servía el té o la cena a la hora que mamá creía que era la hora adecuada. Entraba en los cuartos a ordenar y a limpiar cuando estaba segura de que no molestaba. Se repartían la casa por horarios.
―¿Qué sabés de Elda?
―¿Cómo qué sé de Elda?
―Me refiero a qué sabés de la vida.
Pasamos por una zona de fábricas, cerca del río. Las columnas de humo de las chimeneas se torcían hacia el sur. Oímos la bocina de un barco que no sabíamos si llegaba o estaba partiendo.
―Poco ―dijo.
Se quedó pensando varios kilómetros. Con el sol de costado, vi extenderse una zona de sombra en su cara.
―Sé que tiene cuatro hijos ―dijo, hizo una pausa y me miró entusiasmada antes de continuar. ―También varios nietos, nueve creo. Está separada desde hace varios años. Él era carpintero o plomero, no me acuerdo muy bien. Cumple años en febrero. ―contó con los dedos. ―¿Cuarenta y ocho?
No parecía muy segura. Desde una curva, antes de salir de la autopista, vimos un terreno en construcción. En el centro, habían cavado un pozo gigantesco, que más bien parecía el cráter de una bomba. Calculé que el edifico tendría al menos quince, veinte pisos.
―Parece que le pegaba.
―¿Quién?
Cuando bajamos de la autopista, faltaba todavía la mitad del viaje. Y venía la parte que no conocíamos. A medida que nos alejábamos, el mapa era cada vez más impreciso, y empezaban las calles de tierra, sin nombre. Paramos en una panadería a comprar facturas.
―No podemos caer con las manos vacías.
Estuve de acuerdo.
―¿Creés que le haya pasado algo? ―me preguntó.
―No sé. No creo.
Pero tuve la visión de un accidente terrible, en el que dos autos chocaban y se repelían por la violencia del impacto. Los autos se incendiaban y luego una lluvia reparadora.
―Si vuelve voy a prestarle más atención.
Pasamos por un barrio de casas iguales, con sus tanques de agua arriba, imitando chimeneas. Algunas estaban habitadas a pesar de que parecían a medio construir. Llegamos a una calle angosta, en la que los autos que venían de frente nos obligaban a retroceder, a tirarnos contra la banquina. Desde sus asientos, con el parabrisas de por medio, y las manos aferradas al volante, nos miraban. Cada dos o tres cuadras, mamá bajaba del auto para poder ver los números de las casas, porque no seguían en orden la numeración. En una esquina, bajé la velocidad y le pregunté a un chico si sabía dónde era la casa de Elda Rubatto. Se acercó a la ventanilla y se tomó todo el tiempo del mundo antes de responder.
―Es esa.
Señalaba un punto impreciso, cincuenta metros más adelante.


La chica que nos abrió la puerta pareció reconocernos. Tendría veinte años, no más. El pelo negro, lacio le llegaba hasta los codos. No la había visto nunca en mi vida y sin embargo había pronunciado mi nombre. A mamá le había dicho señora. Hizo un gesto excesivo con la mano, invitándonos a pasar. Cerró la puerta detrás de nosotros y la habitación, que ya era oscura, se apagó todavía un poco más.
Elda apareció desde la cocina, limpiándose las manos con un repasador. No parecía sorprendida de vernos y tuve la impresión de que nos esperaba.
—Señora, ¿cómo le va?
—Elda… ¿Qué te pasó? —dijo mamá, sobreactuando su angustia. —¿Hace una sema…
Pero no la dejó continuar. Nos dio un rápido beso y presentó a Romina, su hija, la que sabía mi nombre. Después, fue llamando uno por uno a sus nietos, que se presentaron en seguida en la habitación. Estaban agitados como si hubieran venido corriendo desde una distancia incalculable. Sus nombres me entraron por un oído y salieron por el otro, pero todos llevaban en sus gestos la herencia de la abuela. Se quedaron, impacientes, hasta que les dio permiso para irse.
Una vez que nos quedamos solos, Elda dijo que quería mostrarnos la casa. Parecía feliz con la idea de ser anfitriona. Precedidos por ella, recorrimos varias habitaciones. Entrábamos en una. Mamá hacía un comentario aprobatorio. Salíamos. Entrábamos en otra. Los techos tenían alturas desiguales, los pisos estaban hechos con materiales distintos, como si la casa se hubiera construido por etapas, a lo largo de mucho tiempo.
Mamá, como siempre, se dio cuenta antes que yo. En su mirada, en su forma de mover las manos, supe que algo andaba mal. Miré de nuevo la habitación, como por primera vez, tratando de ver lo mismo que ella.
Entonces fue cuando empecé a ver cosas que había visto alguna vez en casa. Adornos, pequeños objetos. Al principio, unos pocos aquí y allá. Nada de valor ni importancia. Pero cuando acostumbré la mirada, a medida que avanzábamos, vi muchos más, por todas partes. Se iluminaban en mi cabeza, se ordenaban, al igual que en un mapa, con fechas y referencias. Traté de hacer un balance de cuántas de las cosas se había desprendido mamá y cuántas habían desaparecido con el correr de los años. Cerré los ojos. Y también entendí que toda la distribución de la casa imitaba la de nuestro departamento. Por eso yo la había aceptado con tanta naturalidad. Era admirable cómo en espacios tan pequeños habían colocado los muebles en la misma posición.
Quise seguir, adelantarme al grupo, porque de algún modo sabía lo que venía. Atravesé puertas, llegué a un patio. Al fondo del terreno, bajo el último sol de la tarde, varios hombres trabajaban en la construcción de una nueva casa. Estaban bañados en sudor. Parecían exhaustos. Y sin embargo, sus brazos no se detenían, como determinados a completar la obra antes de que los sorprendiera la noche.
—Mis hijos —dijo Elda. Pero había más de tres.
Desde lejos, saludamos con la misma mano que usamos de visera, porque a esa hora los rayos venían de frente. Ellos se detuvieron apenas un instante para responder el saludo y volvieron al trabajo.


Deshicimos el recorrido en silencio.
—Romina. Vamos a tomar té por favor.
Le hablaba a la hija como mi madre le había hablado a ella. Con respeto, pero también con autoridad. El resto de la tarde, hablamos un poco de todo y de nada. En un momento, pregunté donde estaba el baño.
—Por allá.
En los estantes de una repisa había fotos nuestras entre las de sus hijos. Me vi en mi primera comunión. Cuando recibí mi diploma en séptimo grado. En una cena de navidad prehistórica, antes de que se fuera papá. Algunas de las fotos estaban tan cerca unas de otras que daba la impresión de que todos nos conocíamos, que éramos parte de una misma gran familia.
Cuando salí, Romina apareció como una ráfaga y me tomó de la mano. Corrimos por un pasillo y lo que parecía una galería hasta un patio más pequeño que el anterior. Tres cables cruzaban a la altura de nuestras cabezas con ropa colgada. Reconocí un buzo que había usado muchos años atrás.
─Vos no te acordás de mí.
Hice un esfuerzo, busqué su cara entre todas las caras que conocía.
─Sí ─le dije. ─Cómo no me voy acordar.
─Mentiroso… Hace mucho tiempo, mamá me llevaba a tu casa. No tenía a nadie con quien dejarme y la señora le daba permiso. Me acuerdo que jugábamos en tu pieza toda la tarde. Me prestabas tus juguetes, pero siempre que estuviera cerca, nunca me dejabas llevarme ninguno.
No respondí. ¿Qué podía decir? Se hizo un silencio, pero no fue incómodo. El viento aleteó varios segundos en las sábanas suspendidas hasta que todo quedó quieto. Podría haberle dado un beso. Hubiese sido un buen momento en una telenovela, pensé, con un cinismo que no he vuelto a tener desde entonces. Pero no lo hice y volvimos adentro, sin mirarnos.
Mamá ya estaba de pie, esperándome. Por su cara, entendí que se habían agotado los temas de conversación. Romina pasó de largo, sin despedirse, recogió las tazas y después oí el agua correr en la cocina.
—¿Vamos?
—Vamos.
Nos íbamos, pero increíblemente todos en aquella casa durante toda la tarde habíamos evitado hablar de algo que no tenía nombre. Me sorprendí de nuestra buena voluntad, la capacidad de calcular los silencios. Antes de salir, Elda se detuvo bajo el triángulo de un foquito desnudo:
—Sabe señora, siempre pensé en invitarlos a casa. En tener una comida todos juntos. Allá atrás, en el patio, hay lugar para…
Giramos la cabeza simultáneamente hacia la ventana, buscando señales de esa escena que había imaginado, pero ya no se veía nada afuera y el vidrio sólo reflejaba nuestras siluetas. Asentimos con una sonrisa, porque no tenía sentido decir otra cosa.
Era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Había olor a naranjas y alguien preparaba un asado a tres o cuatro casas de distancia. Elda nos acompañó por el sendero hasta la vereda. Sus nietos se habían quedado en la ventana y desde allí nos miraban. Me di vuelta para saludarlos. Sus ojos brillaban como sólo brillan los ojos antes de salir en una fotografía. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casita que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo, Elda nos indicó el mejor de camino de vuelta, trazó en el aire un itinerario por calles iluminadas y seguras. Pero extrañamente no teníamos miedo. Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo.
—Gracias, gracias por todo —dijo.
Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y retrocedió marcha atrás cien metros sobre sus huellas.
Durante todo el viaje de regreso a casa no hablamos. En un momento amagué con encender la radio, pero no, estábamos más cómodos así, en silencio. A medida que nos acercábamos a la ciudad, el paisaje progresaba en las ventanas. Las casas y los edificios crecían, empujados por la fuerza de su propio bienestar. Brotaban jardines por todos lados.
Sólo cuando ingresamos en el estacionamiento me pareció que mamá quería decir algo. Lo noté en el traqueteo de sus labios. Siempre guardábamos el auto en el tercer subsuelo, y aquella noche, a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Las ruedas chirriaron en todas las curvas hasta que entramos en el nicho correspondiente a nuestro departamento.
—Llegamos —dije.
Apagué el motor y guardé la radio en la guantera. Todavía esperó un poco más.
—Vos ya estás grande —dijo cuando ya no me lo esperaba. —No falta mucho para que te vayas. Yo sé. Y esta casa no se ensucia tan fácil. Creo que… Creo que por ahora me puedo arreglar yo sola… Un tiempo. Por lo menos hasta que encontremos a alguien.
La miré a los ojos para que supiera que la escuchaba pero no dije nada y, estirándome hacia las dos puertas de atrás, bajé los seguros.

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