Thursday, November 29, 2007

El americano

Ahora que estamos instalados puedo contarlo. Al fin. Que entramos en un ritmo parecido a la rutina. Los chicos ya no preguntan por Buenos Aires y encontré alfajores en un supermercado latino. Así de fácil es tenerlos contentos. Y la casa es amplia, luminosa e igual a muchas otras del barrio. Me estoy acostumbrando a ver mis cosas en su nuevo lugar. Al otro lado del mundo, proyectan las mismas sombras en pisos diferentes. Matilde y Lucía han madurado de golpe: perdieron la fascinación del idioma y de la tierra prometida, pero poco a poco se integran a su nueva escuela. Hace unos días, vinieron unos amiguitos a casa y desde la cocina los oí jugar durante horas, sin diferencias ni barreras. Juan, que era el que más nos preocupaba, parece más tranquilo y decidió volver a hablarme. De Pablo… no sé qué decir. Él me asegura que está feliz con el trabajo, con el auto nuevo. Antes, allá, casi todas las noches nos quedábamos hasta tarde en la cama hablando del futuro, de cómo iban a mejorar las cosas para nosotros. Y sin embargo, a veces lo veo demasiado callado, preocupado, ansioso. Lo siento revolverse al lado mío, como si no pudiera dormir. Yo tengo esperanzas. Hasta ahora no hubo signos de otro episodio, pero la verdad es que aquella vez tampoco lo vi venir. Por lo demás, yo creo que estoy bien. Ahora estoy sentada en el jardín, mirando la pileta. El agua es transparente y apenas se mueve con el viento. Nunca antes tuve una. Siempre fui un bicho de ciudad. Tal vez por eso tengo el temor absurdo de que un chiquito va a venir, va a saltar la reja y se va a caer. Que lo voy a encontrar yo, mañana, en el fondo, entre hojas y sapos.




Nunca se nos hubiera ocurrido que fuera él. Nunca. Estuvimos llamando todo el día al número que ella nos había dado. Marqué una y otra vez hasta que dejé de sentirme los dedos. Nadie atendió. En la televisión ya no aparecía la noticia, pero empezaban los rumores de este lado. Recibimos llamadas de amigos y familiares que sospechaban lo mismo que nosotros. Pudimos comunicarnos con ella recién hacia la medianoche. Nos dijo que estaba bien, que no había pasado nada. Que todo había sido un gran malentendido. En ese momento, suspiré tranquila por haber escuchado su voz, pero no le creí todo lo que me decía. Andrea es una chica inteligente, que nunca me dio problemas. Atravesó cada etapa de su vida con una naturalidad sorprendente. Fue una niña feliz, siempre rodeada de amigas y amigos. Fue una excelente alumna, muy deportista. Tuvo solo dos novios serios antes de casarse y es cierto que su carrera fue corta, pero brillante. Ahora hace ya varios meses que no la veo y me preocupa. A veces me pregunto qué pudo haber andado mal. Uno cree que conoce a la gente. Yo nunca tomé en serio las cosas que mi marido decía de él. Cuando lo conocimos era parco y silencioso, pero estaba enamorado y convencido de que iban a llegar lejos. Todo lo que sé es que parecía hecho a la medida de ella.




Mamá dice que es normal ponerse nervioso cuando uno se muda. Lo extrañamos mucho cuando tuvo que hacer cola durante dos días enteros en el aeropuerto, para solucionar un problema de nuestros documentos. Parece que gente de todos países del mundo quiere venir a vivir acá. Cuando papá volvió parecía enojado o cansado. Mamá dice que hay que esperar, que cada uno tiene sus tiempos. Como nosotros somos chicos es más fácil acostumbrarse. Además papá nos preparó desde siempre para venir a Estados Unidos. En la otra casa, venía a la noche y se arrodillaba al costado de nuestras camas y nos contaba todas las cosas que íbamos a encontrar acá. Así que es como si ya conociéramos. Con Lucía decimos que exageró para que no nos pusiéramos tristes por la mudanza. La verdad es que ya no extrañamos tanto. Antes, todo el tiempo nos hacía pruebas de inglés y de historia. Una vez me acuerdo que pasamos horas estudiando los nombres de los estados, Texas, Florida, Alabama, que son como cincuenta. Eran ya como las tres de la mañana y seguíamos, sin parar. Nunca había estado despierta hasta tan tarde y me ardían los ojos. California, Wisconsin, Alaska. ¡Basta papá! Lucía le pidió por favor que parara, que nos dejara dormir. Hubo un silencio larguísimo. Después se levantó y se fue, ofendido. No nos habló durante días. Siempre me acuerdo de que hay un estado que se llama Washington pero que está a miles de kilómetros de la ciudad que se llama Washington. Es una de las trampas de la geografía nos había dicho esa noche, y por eso tenemos que estar atentas.




No tienen ningún amigo acá. Ni uno. No ven a nadie, no salen con nadie. Están solos. Rechazaron cada una de las invitaciones a asados, partidos de tenis y eventos sociales desde que llegaron. Nos hemos cansado de llamarlos. Pero la cortesía tiene un límite. Ojo: No creemos que haya que fundar una colonia de emigrados, pero juntarnos es una forma de contener la nostalgia. Fui su colega durante varios años en Buenos Aires. Mi oficina estaba pegada a la suya y solíamos tomar un café después del almuerzo. En algún punto, puedo decir que éramos amigos. Cientos de veces me contó acerca de sus grandes proyectos. Él quería a toda costa venir acá. Yo, en cambio, le contaba de mis problemas con Marisa y los chicos. Al final, por esos giros del destino, me trasladaron a mí antes que a él. Me vine con toda la familia el verano pasado. Y cuando supe que él venía quise darle una mano porque sé que puede ser difícil al principio. Pero él siempre parece adelantado, como si hubiera previsto cada detalle de su existencia desde el principio. Me doy cuenta de que me evita. No soy tonto. Si nos cruzamos en un pasillo, delante de otra gente, hablamos en inglés, no en castellano. Dice que todavía necesita practicar y que si habla conmigo se confunde. Pero yo no le creo. Sé por mis hijos (que son compañeros de los suyos) que en su casa mantienen una disciplina ejemplar. Cenan a las seis de la tarde. Se van a acostar temprano. Todas las tardes los juegos se interrumpen y se encierran una hora o dos horas a estudiar. También sé que se compró una cortadora de pasto último modelo y que suele usarla los fines de semana. Supongo que así descargará tensiones. Ayer lo vi en un partido de béisbol. Estaba con sus hijas, sentados los tres a unos treinta metros de mi asiento, con una salchicha gigante y una coca en cada mano, festejando que una bola había salido del campo. Ahora que lo pienso, no sé cómo lo vi. No sé. Porque en cada gesto y en cada palabra que sale de su boca es como si quisiera pasar desapercibido, perderse en el montón de personas que lo rodean, en el movimiento de la ola en la tribuna.




Ya le dije a la señora de que me quiero volver. Vine porque era una oportunidad, porque acá en dos años podía ahorrar lo mismo que allá en toda una vida, pero ahora se me fue la esperanza. Ayer me la crucé en la cocina, sentí coraje y le dije: Señora, yo te respeto y te agradezco lo que ha hecho por mí, pero esto no puede seguir así, a este hombre lo han cambiado. Estaba segura de que me iba a decir de que era una desagradecida y una irrespetuosa, pero me tomó de las manos y me pidió que aguante unos días. Algo va a pasar en esta casa. Tengo miedo de quedarme sola en este país extraño, no pasa un día sin que revise mi cartera para ver si todavía está mi boleto de vuelta. Todo empezó cuando el señor me pidió algo en inglés, durante una cena. Lo miré y le dije, señor, disculpe, no te entiendo, pero no le importó. Siguió hablando, entre furioso y tranquilo, con los ojos fijos en su plato. A la hora de dormir, los chicos me contaron lo que significaban las cosas que me había dicho. Pero yo ya sabía que no podía ser nada bueno. De ahora en adelante en esta casa no se habla más español. Al principio, pensé de que no me iba a afectar, pero después lloré mucho. Me encerraba en el baño y abría las canillas para que nadie me escuchara. Traté de acostumbrarme, hice un esfuerzo, ponía las telenovelas y practicaba, pero no hubo caso. Me siento sola, las chicas son obedientes y me esquivan, Juan casi nunca está en casa. Pero ya se me fue la tristeza. Ahora lo que tengo es rabia. Ahora, cada vez que lo veo cerca, me hago la tonta, paso por detrás y le hablo a las paredes o a las plantas en guaraní. Sé que él me escucha pero no dice nada. Me río en silencio. Todavía ese idioma no está prohibido.




La casa estuvo vacía casi un año y pensamos que no se iba a vender, pero un día la vimos llegar a ella y dos días después a él. Los anteriores dueños eran una pareja de mormones que regresaron a Utah tras la muerte de un hijo. Desde que se mudaron los hemos visto poco. Apenas un saludo cordial por la mañana, cuando despedimos a los niños que van a la escuela o cuando nos cruzamos en los autos. Hasta ahora nadie en la cuadra les ha dado la bienvenida oficial. Sabemos que son de Argentina, pero hablan un inglés que no se parece al de otros latinos. Además, ella es rubia y alta y creo que él tiene ojos verdes. El cerco de nuestro jardín es alto y tupido y no solemos involucrarnos en asuntos ajenos, pero sabemos que hay problemas. Su empleada se ha hecho amiga de la nuestra y cada vez que puede viene y suelta comentarios venenosos. Yo las escucho hablar en la cocina y algo entiendo. Hace una semana, vi venir de frente su auto cuando volvía del supermercado. Viajaban los dos solos. Él llevaba anteojos negros y miraba hacia delante pero estoy segura que ella me reconoció. Iba a saludarlos cuando pasó lo que pasó. Un chico negro cruzó sin mirar con el semáforo en verde. La frenada fue tan larga que el chirrido de las gomas pareció detener el tiempo. Todos los que estábamos ahí, en esa esquina, quedamos en shock. El chico no pudo articular ni una disculpa. Estaba pálido. Había papas y zanahorias en el piso, por todas partes. Recogió la bolsa que se le había caído, trepó a la vereda y siguió su camino. Entonces mi vecino dobló en contramano y puso el auto a la par del chico. A lo largo de una cuadra, lo siguió y se dedicó a insultarlo a gritos, con un odio desproporcionado. Usó todas las variantes del racismo que yo conocía. Después subió el vidrio, aceleró y se perdieron en la avenida.





Tengo casi diecisiete y a mí nadie me preguntó si quería venir. Hice todo lo posible para quedarme y terminar el colegio allá. Pero no me dejaron. Esto ya estaba decidido desde siempre. A veces pienso que eran demasiado jóvenes para tenerme, que conmigo hicieron todo mal. No quiero que me traten como el típico adolescente. ¡Que lo entiendan de una vez! Estoy cansado. Simplemente no pertenezco. Mis amigos me dicen que aproveche, que estoy en el centro del universo. ¿Qué podría andar mal allá? Mientras me mandan listas de todo lo que quieren que les compre. Lo único bueno que puedo sacar en limpio de todo esto, es que tengo registro. Antes que cualquiera de ellos. A veces me voy lejos, de noche, por las autopistas vacías y piso el acelerador a fondo y la adrenalina me nubla la cabeza. Es como si fuera un juego, sin consecuencias. El otro día llegó una multa y no tuve miedo cuando vi en el escritorio el sobre abierto... Porque desde que llegó a casa me esquiva la mirada, como si tuviera vergüenza. Llovía a cántaros cuando fuimos a buscarlo con mamá. Lo encontramos sentado detrás de un mostrador, sucio, con la barba crecida. Tardó varios segundos en alzar la cabeza cuando lo llamamos por el nombre. Firmaron unos papeles y bajamos al estacionamiento después de recoger sus cosas. Unos árboles caídos habían parado el tráfico. Tuvieron todo el tiempo del mundo para hablar y no se dijeron nada. No abrió la boca ni siquiera cuando entramos en la casa nueva, llena de cajas desparramadas y después durmió casi veinticuatro horas seguidas. Ese día le dije a mamá que yo puedo ser el hombre de esta casa. Que se quede tranquila. Que si hace una más… Anoche, cuando llegué del colegio, la casa estaba a oscuras. Parecía no haber nadie. Sabía que las chicas estaban en baile y el auto de mamá no estaba. Comí algo, subí y cuando pasé por su cuarto lo vi, sentado en su cama, con un revólver. Lo estaba frotando con una franela, y contaba las balas sobre la mesita de luz. Él no podía verme desde el pasillo. Abría y cerraba el puño sobre el mango. Me quedé helado, porque sé que mamá le prohibió tener uno en casa, porque nunca lo había visto con esa cara. ¿Qué hacés? Le pregunté. ¿Qué mierda te pasa? Se le cayeron las balas piso y al principio me miró como si no me reconociera. ¿Qué te pasó aquel día, papá? Tenía los ojos rojos, como llenos de sangre. Y me dijo lo que yo no quiero volver a escuchar en mi vida. No voy a repetirlo, no. Después se arrodilló y se hizo una bolita en el piso, al lado de la cama. Parecía muy cansado. Y casi al mismo tiempo, empezó a llorar.

1 comment:

Anonymous said...

Tommy, siempre supe que serias un gran escritor... dsd siempre lo fuiste....
Me colgue en la oficina desde las 10:30 leyendo tus cuentos... y podria seguir horas, sino fuese por qeu claramente me mantan!

Muy bueno Tommy.
A ver cdo nos vemos.

Besotes

Lau