Me ducho sin lágrimas porque es toda la humedad que necesito por ahora. Dibujo una cara en el espejo empañado. Es una mancha sin rasgos definitivos, podría ser cualquiera. La noche dirá. Hace frío en el pasillo y todo está demasiado limpio. Me pongo lo primero que encuentro y atravieso la casa descalzo, tratando de no hacer ruido. Pero mamá está en la cocina, fumando con la televisión prendida, y me ve.
— ¿Adónde vas?
— Salgo.
— ¿Hoy?
— Con los chicos.
— No me parece una buena idea.
Pero a mí eso no me importa. Y cierro la puerta. Ya del otro lado me doy cuenta de que ahí adentro no se puede hacer nada. Una familia no necesita de alcohol, abortos, ni golpeadores para ser disfuncional. Y sé que soy demasiado duro, que ya se me va a pasar.
Es viernes. Está oscuro. Las nubes se comen unas a otras, pero falta para que llueva. Compro dos cervezas y paro un taxi en la esquina.
—Vamos por ésta, derecho, hasta Callao.
El ruido del motor disfraza aquello que se rompe en algún lugar de mi alma. Las luces de la ciudad son líneas borrosas, llenas de velocidad. Pienso en mi biografía, en lo que hay almacenado hasta ahora. Pocas páginas. Tengo 23 años. Soy un creativo publicitario que busca ser escritor aunque su sueño es el cine, pero si naciera de nuevo pediría otra voz, para poder cantar. Esa es mi cadena no lineal de sueños.
El taxista señala los números rojos. Tres pesos por un viaje tan largo es barato. Me bajo con ganas de pegar la vuelta, pero hay algo en los gestos del portero del edificio que me dice que está harto de abrir la puerta. Eso es un signo de cantidad, de fiesta asegurada. Miro el reloj: las doce y media y pienso que las noches son cada día más largas. No tiene sentido. Yo soy cómplice. Es mejor estar así, en una casa, entre amigos, con chicas, donde la música es un puente y el alcohol circula inversamente proporcional a la sangre.
Pero cuando subo la noche todavía es una comunión desarticulada. Hay tensión entre los grupos, me doy cuenta de que muchos no se conocen. Es un rejunte de vacaciones de invierno: somos los que no fuimos a esquiar. Saludo desde lejos, con una mano general. Por un momento, me parece que algunos saben. Pero no, imposible. Lo que flota es otra cosa: todos esperan que el alcohol los afloje.
Alguien me cuenta que una chica del colegio acaba de tener un bebé. Sólo tiene 15 años. Ya no digo qué horror. Una más y ya va a ser normal, pienso. La imagen de un cuerpo blanco, liso, sin pelo, se instala en un grupo de chicas que acaba de llegar. La veo, con la panza deshabitada, y es más fea así, porque ya no es nena y tampoco es mujer.
En la cocina me sirvo otro ron con coca, el tercero. Pablo está con Marina en el pasillo de servicio. Veo a través del vidrio esmerilado cómo se mezclan sus brazos, sus piernas, sus perfiles apretados. Ya no distingo a Kosiuko de Wrangler: todo es una misma tela de jean, un mismo sweater de muchos colores. Parece que es su turno. Hago cuentas con los dedos. Sí, cada mes está con uno distinto. Eso es lo bueno. No nos importa, no peleamos por ella. Sin embargo, Pablo es virgen, su relación con las mujeres acaba en el sexo oral. No es que le tenga miedo al sida, dice que no quiere regar hijos en un barrio que no sea Recoleta o Barrio Norte.
Sigo pensando en estas cosas cuando Lucía me alcanza al final de la escalera. Sé que quiere algo. Hoy no, le digo, antes de que abra la boca. Odio que me persiga en invierno el pecado de una noche de verano. Me cuenta que ayer fue a un Happy Hour en la Costanera, repleto de viejos verdes. Las luces eran más bajas que en un teatro, a propósito. Estuvo en un BMW con un gerente comercial casado, pero sin hijos. Y lo escupe con veneno, como si a mí me fuera a dar celos. A veces me llama desde el colegio con su celular. Se encierra en el baño y en cuclillas sobre el inodoro marca mi número. En mi casa ya saben que es equivocado.
Me llaman, le digo. Saco el celular.
— No sonó.
— ¿Hola?
Nadie. Y me esfumo.
Pero sé que cualquier otra noche hubiera accedido. Tarde o temprano, cuando el whisky o el vodka pensaran por mí.
La torta de marihuana desaparece y yo no probé ni un poco. Mejor así. Van 8947 días sin probar: nunca. Por vos mamá, por vos. Ojalá supiera qué significa. Pero el pis de cerveza es inagotable, tiene algo de canilla abierta y olvidada. Tal vez por eso la cola a la salida del baño es tan larga. Voy al balcón sigilosamente y me acomodo entre los barrotes negros para regar las plantas de abajo con una lluvia ácida y dorada.
Pancho vigila mis espaldas por si pasa alguna chica. Y mientras fuma un cigarrillo, me dice que una sola vez probó la pastilla. Lo miro decepcionado. Me promete que no lo va a hacer nunca más, pero admite que fue una noche mágica y solitaria. No necesitaba de nadie más. El mundo era íntimo, personal, un monólogo sin sombras.
No sé por qué tengo el título tácito del amigo que controla las adicciones de sus amigos. Al parecer soy inocuo a los paraísos temporales. Al menos los míos no se meten en la sangre.
Con Juan, en cambio, es más difícil. Estuvo en una granja. Todos los lunes le pide a alguien que le llene un vaso de pis antes de la cita con el psicólogo. Lo calienta en el microondas hasta alcanzar la temperatura exacta y lo esconde en un compartimento secreto de su pantalón.
Cerca del escritorio, hay una computadora con dos parlantes conectados, una lista con 1.200 mp3, que es suficiente música para tres días seguidos. Quisiera una de Los Beatles. Una canción triste. The long and winding road. Algo que haga llorar a la fuerza. Why leave me standing here, let me know the way. A papá no le gusta que le robe un pedazo de su historia. “Pero esos son de mi época”, me dice. Y qué. Busco y leo: Café del Mar: Satie remixado. Entonces veo el corte transversal de las generaciones.
En el hall que lleva a los cuartos veo que se han apiñado algunos de mis amigos. Por sus caras, diría que es un cónclave de emergencia. Me acerco y veo a Miguel tirado en el piso, vomitado, inconsciente. Esto también es parte del ritual. Todos tienen derecho a caer una vez cada tanto. Tomar hasta lo imposible y sumergirse. Entre cuatro lo trasladamos a uno de los baños del fondo. Lo desvestimos y lo acostamos en la bañadera. Tiene restos de comida en el cuello.
Me quedo un momento a solas con él, mientras los otros van a buscar toallas limpias. Voy a contárselo, aunque esté dormido.
—Micky, sabés, ayer...
Pero entonces alguien entra. Se desata una serie de murmullos a mis espaldas. No saben si llevarlo a su casa o dejarlo en uno de los cuartos. Yo no quiero decidir. Salgo del baño y recorro los pasillos. Dentro de esta casa me siento en un viaje microscópico.
Mañana, hasta las tres o cuatro de la tarde sé que no me voy a levantar. Mamá va a entrar y decir que está la comida, voy a ver la sombra cortada, a medias en mi cuarto, pero voy a seguir durmiendo. Entre el olor a pata, la ropa tirada, los libros. El cuerpo estuvo de fiesta ayer, mamá. Tiene que descansar.
Vuelvo al living y me siento aparte. Mi vaso tiene algo de lente objetiva esta noche. Y en el mejor momento, cuando casi todos están relajados y la música acompaña un ritmo coral, una disposición de los grupos en cada espacio, el dueño de casa quiere desalojar. Las entradas gratis son hasta las 3 de la mañana. Los más amigos tenemos que ayudar, dispersarnos y ver que no quede nadie en los cuartos, despertar a los borrachos, recolectar vasos perdidos.
No voy, digo.
— ¿Qué?
— Que no voy.
Nadie me cree hasta que bajamos y me separo del grupo.
Amargo me gritan. Que soy un amargo, aunque tenga un caramelo en el bolsillo. Que no puedo irme a dormir a esta hora. Pero son las 3 de la mañana. Al fondo veo los otros edificios, las ventanas apagadas: no soy el único.
—Pero daaaaale, vení.
—Es viernes, boludo, no seas abuelo.
Es cierto, los abuelos a esta hora duermen.
—Mi abuelo se murió ayer, forros.
Y no importa que ya apareza en el índice de cualquier historia, en el calendario de los años por venir. Pero no me oyen. O no quieren oírme. Tampoco estoy seguro de haberlo dicho. El auto arranca en falso, con convulsiones. Las maniobras son bruscas, parciales. Todos están demasiado borrachos. Varias cabezas se ríen adentro, cabezas de dientes polarizados. Una botella sale despedida (no sé de dónde) y se estrella contra el asfalto. El auto arranca de nuevo y sale, triturando células de vidrio transparente.
Ahora, la llovizna tiene el tamaño de las cosas que no se ven. Es un virus líquido, una caída libre de átomos. La avenida está vacía, sin amigos, y el silencio es profundo, como el sonido de un ascensor cuando está en otro piso. La vuelta a casa la hago caminando. Treinta cuadras no son nada esta noche: hay mucho en qué pensar.
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4 comments:
Impresionante GGL.
Me liquidaste!
Me llena de intrigas...
lo primero que pensé mientras leía fue... este pibe tiene 23 años? a la mierda, entiendo por que te sentís soberbio.
La reflexión que haces de cada situación, cosas detalles, sensaciones o X, es espeluznante? (no se que palabra usar)
Me sale decirte : Te felicito, vas a llegar lejos
qué lindo haber caído acá por casualidad
volveré
Sabe la imagen que me venía cuando lo leía?
Estrella Fugaz.
Y todo loque eso implica.
Bienvenido a mi mundo.
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