Tuesday, September 09, 2008

No va a bajar

I

No fue sino hasta el quinto semáforo de la avenida que la mujer se atrevió a mirar a su hijo.

―¿En qué estabas pensando? ―le preguntó. ―¿Qué pasaba por tu cabecita en ese momento? Me gustaría saber. Porque trato de buscar una explicación, algo que me ayude a entender y no puedo. ¿Es cierto? ¿Todo lo que me contó la directora? Mirame cuando te hablo. Estoy temblando. ¡Qué vergüenza Dios mío!

Soltó las manos del volante un segundo, suspiró y tomó aire, como si supiera que no iba a detenerse hasta llegar a casa.

―No vas a volver. ¿Ya te lo dijeron, no? No, no vas volver. Aunque llores y patalees… Lo más probable es que no te importe. ¿Pero pensaste en tus hermanos? ¿No se te ocurrió pensar que ellos van a tener que seguir yendo a ese colegio? ¿Que llevan tu mismo apellido? Sos el mayor, Franco. Sos el que debería dar el ejemplo…

―En cuanto a mí ―dijo― creo que no soy una mujer estúpida ni frívola. No me importa lo que piensen de mí los demás. Ni los vecinos, ni las otras madres. No vamos a mudarnos ni a escondernos. Y si alguien me para en la calle, le diré la verdad: es mi hijo y lo quiero. Eso no va a cambiar. Pero a vos… sí. Creéme, el día de mañana sí te va a importar. Esta etapa de rebeldía o como quieras llamarla, va a pasar y esto no va a desaparecer así nomás, Franco. Pensalo. Si algún día, una chica te gusta en serio, no vas a querer que lo sepa… No soy mala. ―dijo, como para sí misma, después, más fuerte: ―No, no soy mala. Sólo quiero que sepas lo que va a venir...

Antes del siguiente cruce, vieron a un enorme camión con acoplado doblar y ponerse en el mismo carril que ellos. Hasta que pudieron pasarlo, siete cuadras después, el paisaje se redujo a una alta pared gris.

―Cuando me pediste empezar terapia me preocupé. No dormí ni un segundo de toda esa noche. ¿Sabías? No, seguro que no lo sabías. ¿Por qué mi hijo querría hacer terapia? Me pregunté. ¿Qué cosas le pasan a mi hijo que no puede contarme? Me dijiste que no era nada serio, que no me preocupara. Y así fue. Pensé que no era más que un capricho, una fantasía. Que como muchos de tus amigos iban, estaba bien que quisieras probar. Nunca te pregunté nada. No quería invadir tu privacidad. Ahora me gustaría saber qué habrás hablado con ella...


―Pero la verdad es que no tenés excusas… Tu padre y yo no estamos separados. Acá no hay borrachos ni drogadictos. No hay secretos terribles en nuestra familia. Nunca fuiste presionado para ser algo que no quisieras ser. Les dimos libertad. Y también les pusimos límites. Porque eso es lo que debe hacer un padre. Nunca les faltó nada y siempre estuvimos ahí para ustedes. Pensaba que podías confiar en mí. ¡Que podíamos hablar!

―Van a cambiar muchas cosas en esta casa. Muchas cosas. Ya no sos tan chico, Franco. A esta altura, sabés o al menos deberías saber lo que está bien y lo que está mal. Y si creés que no es tan fácil discernirlo, que hay zonas grises, que la mitad de las cosas que te decimos son estupideces. Por lo menos, sé inteligente, no te arruines la vida. ¿Cuál es tu problema? ¿Te da miedo el futuro? ¿Sabés lo que querés ser? ¿Hay algo del mundo que te desvele? ¿La guerra? ¿La pobreza? La verdad, nunca te vi como un chico interesado. Pero igual te lo pregunto porque quiero entender.

Finalmente entraron en el bulevar que llevaba a la casa. Se alternaban palmeras y plátanos. El sol formaba islas de luz y sombras en el parabrisas y se hacía difícil ver lo que había apenas unos metros más adelante.

―Tu padre sabe.

Por primera vez en todo el día ahora él la miraba a ella.

―Al fin un poquito de tu atención. Sí, sabe. Lo llamaron esta mañana porque no podían comunicarse conmigo. Hablé con él. Y tampoco podía creerlo. Estaba descompuesto. Nunca lo escuché así. Nunca. Parecía otra persona. Vos no sabés cómo es él. Cómo estas cosas pueden afectarlo. Pero le dije que no se preocupara. Que pensara en otra cosa, que yo me iba a encargar y que después lo íbamos a resolver entre todos, como una familia. Que no tenía sentido hacerse mala sangre. Dijo que va a volver temprano a casa. Que va a hablar con vos. ¿Me estás escuchando?




II




El portón se abrió con un chirrido y los perros comenzaron a ladrar. Franco esperó a que su madre entrara en la casa para bajar del auto. Atravesó el jardín lentamente y subió a su habitación. Dejó la mochila sobre su cama y cerró la puerta con llave. Allí, de pie, dio una rápida mirada a todas sus cosas, se detuvo una por una, como si supiera que tarde o temprano vendrían por ellas. En la computadora tenía varios mensajes sin responder. Supuso que serían sus amigos y apagó el monitor. Fue hasta el placard y empezó a desvestirse frente al espejo, amontonando con el pie la ropa en un rincón. Contempló sus músculos, el pelo incipiente, la línea de color que separa lo que puede mostrarse de lo que no.
Miró hacia arriba. De un salto se colgó de la barra de metal sobre la puerta del baño. Todas las mañanas hacía ejercicios en esa barra. Empezó a hamacarse, llevando las piernas hacia atrás y hacia delante, con fuerza. La ventana estaba abierta y bastaba abrir las manos. Un ángulo de la pileta aparecía y desaparecía. Y cuando sintió que había tomado el impulso necesario las abrió, soltándose. Pero en el aire, en el último segundo, torció el cuerpo y cayó, de costado, en el centro de la cama. El tobillo dio un golpe seco contra el respaldo y el dolor fue tan intenso que tuvo que morder la almohada para no gritar. Cerró los ojos, tratando de pensar en otra cosa. Sonrió y respiró hondo.
Boca arriba, desnudo, los sonidos le llegaban profundos y claros. Desde allí, oyó a sus hermanos llegar y subir corriendo las escaleras. Gritaban como locos. Seguramente ya sabían. Oyó, después, los tacos de su madre, que subía tras ellos y entraba en sus cuartos y les hablaba en un tono que no le había oído nunca. Después, no se oyó más nada.


Bajó al living a las cinco en punto, una hora antes de la hora en que su padre acostumbraba a llegar. Estaba bañado y se había puesto su mejor camisa. Encontró a su madre recostada en un sillón, mirando a la mucama regar el jardín. Tenía un vaso de coca light y de tanto en tanto revolvía los hielos con un dedo. Se deslizó sin hacer ruido y buscó el lugar más lejos posible para sentarse.

Estuvieron mucho tiempo así, en silencio, mirándose sólo cuando el otro no miraba. Una vez, uno de sus hermanos pasó por el living, en traje de baño y con una toalla en la mano. Sus ojotas sonaban como sopapas en el piso.

―¿Qué les dije?

El chico la miró sorprendido.

―Les dije que no bajaran.

Otra vez, sonó el teléfono, pero ninguno de los dos siquiera amagó a atender. La mucama, que seguía en el jardín, asomó la cabeza por una de las ventanas abiertas y señaló el inalámbrico hasta que entendió que no tenía que estar ahí.

El sol fue cambiando de posición. Oscureció. El viento empezó a soplar en los árboles, anunciando una tormenta. Desde la cocina llegaba el olor de la comida haciéndose. En algún momento, entre las ocho y las nueve, los dos se durmieron, cansados de esperar.

Cuando al fin se oyó el portón abrirse, sus hermanos entraron intempestivamente desde la cocina y corrieron al ventanal. Se treparon al respaldo del sillón y ahí se quedaron. Era evidente que habían estado esperando detrás de la puerta. Y si no los miraron a él ni a su madre fue para que la actuación pareciera más convincente. Ellos tardaron un momento en despabilarse, en entender por qué estaban ahí. Durante un segundo, los faros del auto atravesaron el ventanal y el living se iluminó por completo. Aunque estaban preparados, cerraron los ojos, como en una foto brusca e inesperada.

―Llegó papá ―anunció el menor.

Oyeron con delicia cómo las ruedas trituraban las piedritas del garage en cada maniobra. El motor se apagó, y al mismo tiempo, los ruidos del jardín se dilataron. La casa se separó físicamente de las otras, a través de jardines, piletas y metros de oscuridad. Esperaron un segundo más. Pero no oyeron el ruido que venía necesariamente después de aquel.

―Mamá: No baja.

Estaba desconcertado, su voz temblaba. En cambio, su hermana, que había apoyado las dos manos abiertas en el ventanal, giró hacia ellos y dijo, como si ya supiera:

―No va a bajar.

Thursday, November 29, 2007

El americano

Ahora que estamos instalados puedo contarlo. Al fin. Que entramos en un ritmo parecido a la rutina. Los chicos ya no preguntan por Buenos Aires y encontré alfajores en un supermercado latino. Así de fácil es tenerlos contentos. Y la casa es amplia, luminosa e igual a muchas otras del barrio. Me estoy acostumbrando a ver mis cosas en su nuevo lugar. Al otro lado del mundo, proyectan las mismas sombras en pisos diferentes. Matilde y Lucía han madurado de golpe: perdieron la fascinación del idioma y de la tierra prometida, pero poco a poco se integran a su nueva escuela. Hace unos días, vinieron unos amiguitos a casa y desde la cocina los oí jugar durante horas, sin diferencias ni barreras. Juan, que era el que más nos preocupaba, parece más tranquilo y decidió volver a hablarme. De Pablo… no sé qué decir. Él me asegura que está feliz con el trabajo, con el auto nuevo. Antes, allá, casi todas las noches nos quedábamos hasta tarde en la cama hablando del futuro, de cómo iban a mejorar las cosas para nosotros. Y sin embargo, a veces lo veo demasiado callado, preocupado, ansioso. Lo siento revolverse al lado mío, como si no pudiera dormir. Yo tengo esperanzas. Hasta ahora no hubo signos de otro episodio, pero la verdad es que aquella vez tampoco lo vi venir. Por lo demás, yo creo que estoy bien. Ahora estoy sentada en el jardín, mirando la pileta. El agua es transparente y apenas se mueve con el viento. Nunca antes tuve una. Siempre fui un bicho de ciudad. Tal vez por eso tengo el temor absurdo de que un chiquito va a venir, va a saltar la reja y se va a caer. Que lo voy a encontrar yo, mañana, en el fondo, entre hojas y sapos.




Nunca se nos hubiera ocurrido que fuera él. Nunca. Estuvimos llamando todo el día al número que ella nos había dado. Marqué una y otra vez hasta que dejé de sentirme los dedos. Nadie atendió. En la televisión ya no aparecía la noticia, pero empezaban los rumores de este lado. Recibimos llamadas de amigos y familiares que sospechaban lo mismo que nosotros. Pudimos comunicarnos con ella recién hacia la medianoche. Nos dijo que estaba bien, que no había pasado nada. Que todo había sido un gran malentendido. En ese momento, suspiré tranquila por haber escuchado su voz, pero no le creí todo lo que me decía. Andrea es una chica inteligente, que nunca me dio problemas. Atravesó cada etapa de su vida con una naturalidad sorprendente. Fue una niña feliz, siempre rodeada de amigas y amigos. Fue una excelente alumna, muy deportista. Tuvo solo dos novios serios antes de casarse y es cierto que su carrera fue corta, pero brillante. Ahora hace ya varios meses que no la veo y me preocupa. A veces me pregunto qué pudo haber andado mal. Uno cree que conoce a la gente. Yo nunca tomé en serio las cosas que mi marido decía de él. Cuando lo conocimos era parco y silencioso, pero estaba enamorado y convencido de que iban a llegar lejos. Todo lo que sé es que parecía hecho a la medida de ella.




Mamá dice que es normal ponerse nervioso cuando uno se muda. Lo extrañamos mucho cuando tuvo que hacer cola durante dos días enteros en el aeropuerto, para solucionar un problema de nuestros documentos. Parece que gente de todos países del mundo quiere venir a vivir acá. Cuando papá volvió parecía enojado o cansado. Mamá dice que hay que esperar, que cada uno tiene sus tiempos. Como nosotros somos chicos es más fácil acostumbrarse. Además papá nos preparó desde siempre para venir a Estados Unidos. En la otra casa, venía a la noche y se arrodillaba al costado de nuestras camas y nos contaba todas las cosas que íbamos a encontrar acá. Así que es como si ya conociéramos. Con Lucía decimos que exageró para que no nos pusiéramos tristes por la mudanza. La verdad es que ya no extrañamos tanto. Antes, todo el tiempo nos hacía pruebas de inglés y de historia. Una vez me acuerdo que pasamos horas estudiando los nombres de los estados, Texas, Florida, Alabama, que son como cincuenta. Eran ya como las tres de la mañana y seguíamos, sin parar. Nunca había estado despierta hasta tan tarde y me ardían los ojos. California, Wisconsin, Alaska. ¡Basta papá! Lucía le pidió por favor que parara, que nos dejara dormir. Hubo un silencio larguísimo. Después se levantó y se fue, ofendido. No nos habló durante días. Siempre me acuerdo de que hay un estado que se llama Washington pero que está a miles de kilómetros de la ciudad que se llama Washington. Es una de las trampas de la geografía nos había dicho esa noche, y por eso tenemos que estar atentas.




No tienen ningún amigo acá. Ni uno. No ven a nadie, no salen con nadie. Están solos. Rechazaron cada una de las invitaciones a asados, partidos de tenis y eventos sociales desde que llegaron. Nos hemos cansado de llamarlos. Pero la cortesía tiene un límite. Ojo: No creemos que haya que fundar una colonia de emigrados, pero juntarnos es una forma de contener la nostalgia. Fui su colega durante varios años en Buenos Aires. Mi oficina estaba pegada a la suya y solíamos tomar un café después del almuerzo. En algún punto, puedo decir que éramos amigos. Cientos de veces me contó acerca de sus grandes proyectos. Él quería a toda costa venir acá. Yo, en cambio, le contaba de mis problemas con Marisa y los chicos. Al final, por esos giros del destino, me trasladaron a mí antes que a él. Me vine con toda la familia el verano pasado. Y cuando supe que él venía quise darle una mano porque sé que puede ser difícil al principio. Pero él siempre parece adelantado, como si hubiera previsto cada detalle de su existencia desde el principio. Me doy cuenta de que me evita. No soy tonto. Si nos cruzamos en un pasillo, delante de otra gente, hablamos en inglés, no en castellano. Dice que todavía necesita practicar y que si habla conmigo se confunde. Pero yo no le creo. Sé por mis hijos (que son compañeros de los suyos) que en su casa mantienen una disciplina ejemplar. Cenan a las seis de la tarde. Se van a acostar temprano. Todas las tardes los juegos se interrumpen y se encierran una hora o dos horas a estudiar. También sé que se compró una cortadora de pasto último modelo y que suele usarla los fines de semana. Supongo que así descargará tensiones. Ayer lo vi en un partido de béisbol. Estaba con sus hijas, sentados los tres a unos treinta metros de mi asiento, con una salchicha gigante y una coca en cada mano, festejando que una bola había salido del campo. Ahora que lo pienso, no sé cómo lo vi. No sé. Porque en cada gesto y en cada palabra que sale de su boca es como si quisiera pasar desapercibido, perderse en el montón de personas que lo rodean, en el movimiento de la ola en la tribuna.




Ya le dije a la señora de que me quiero volver. Vine porque era una oportunidad, porque acá en dos años podía ahorrar lo mismo que allá en toda una vida, pero ahora se me fue la esperanza. Ayer me la crucé en la cocina, sentí coraje y le dije: Señora, yo te respeto y te agradezco lo que ha hecho por mí, pero esto no puede seguir así, a este hombre lo han cambiado. Estaba segura de que me iba a decir de que era una desagradecida y una irrespetuosa, pero me tomó de las manos y me pidió que aguante unos días. Algo va a pasar en esta casa. Tengo miedo de quedarme sola en este país extraño, no pasa un día sin que revise mi cartera para ver si todavía está mi boleto de vuelta. Todo empezó cuando el señor me pidió algo en inglés, durante una cena. Lo miré y le dije, señor, disculpe, no te entiendo, pero no le importó. Siguió hablando, entre furioso y tranquilo, con los ojos fijos en su plato. A la hora de dormir, los chicos me contaron lo que significaban las cosas que me había dicho. Pero yo ya sabía que no podía ser nada bueno. De ahora en adelante en esta casa no se habla más español. Al principio, pensé de que no me iba a afectar, pero después lloré mucho. Me encerraba en el baño y abría las canillas para que nadie me escuchara. Traté de acostumbrarme, hice un esfuerzo, ponía las telenovelas y practicaba, pero no hubo caso. Me siento sola, las chicas son obedientes y me esquivan, Juan casi nunca está en casa. Pero ya se me fue la tristeza. Ahora lo que tengo es rabia. Ahora, cada vez que lo veo cerca, me hago la tonta, paso por detrás y le hablo a las paredes o a las plantas en guaraní. Sé que él me escucha pero no dice nada. Me río en silencio. Todavía ese idioma no está prohibido.




La casa estuvo vacía casi un año y pensamos que no se iba a vender, pero un día la vimos llegar a ella y dos días después a él. Los anteriores dueños eran una pareja de mormones que regresaron a Utah tras la muerte de un hijo. Desde que se mudaron los hemos visto poco. Apenas un saludo cordial por la mañana, cuando despedimos a los niños que van a la escuela o cuando nos cruzamos en los autos. Hasta ahora nadie en la cuadra les ha dado la bienvenida oficial. Sabemos que son de Argentina, pero hablan un inglés que no se parece al de otros latinos. Además, ella es rubia y alta y creo que él tiene ojos verdes. El cerco de nuestro jardín es alto y tupido y no solemos involucrarnos en asuntos ajenos, pero sabemos que hay problemas. Su empleada se ha hecho amiga de la nuestra y cada vez que puede viene y suelta comentarios venenosos. Yo las escucho hablar en la cocina y algo entiendo. Hace una semana, vi venir de frente su auto cuando volvía del supermercado. Viajaban los dos solos. Él llevaba anteojos negros y miraba hacia delante pero estoy segura que ella me reconoció. Iba a saludarlos cuando pasó lo que pasó. Un chico negro cruzó sin mirar con el semáforo en verde. La frenada fue tan larga que el chirrido de las gomas pareció detener el tiempo. Todos los que estábamos ahí, en esa esquina, quedamos en shock. El chico no pudo articular ni una disculpa. Estaba pálido. Había papas y zanahorias en el piso, por todas partes. Recogió la bolsa que se le había caído, trepó a la vereda y siguió su camino. Entonces mi vecino dobló en contramano y puso el auto a la par del chico. A lo largo de una cuadra, lo siguió y se dedicó a insultarlo a gritos, con un odio desproporcionado. Usó todas las variantes del racismo que yo conocía. Después subió el vidrio, aceleró y se perdieron en la avenida.





Tengo casi diecisiete y a mí nadie me preguntó si quería venir. Hice todo lo posible para quedarme y terminar el colegio allá. Pero no me dejaron. Esto ya estaba decidido desde siempre. A veces pienso que eran demasiado jóvenes para tenerme, que conmigo hicieron todo mal. No quiero que me traten como el típico adolescente. ¡Que lo entiendan de una vez! Estoy cansado. Simplemente no pertenezco. Mis amigos me dicen que aproveche, que estoy en el centro del universo. ¿Qué podría andar mal allá? Mientras me mandan listas de todo lo que quieren que les compre. Lo único bueno que puedo sacar en limpio de todo esto, es que tengo registro. Antes que cualquiera de ellos. A veces me voy lejos, de noche, por las autopistas vacías y piso el acelerador a fondo y la adrenalina me nubla la cabeza. Es como si fuera un juego, sin consecuencias. El otro día llegó una multa y no tuve miedo cuando vi en el escritorio el sobre abierto... Porque desde que llegó a casa me esquiva la mirada, como si tuviera vergüenza. Llovía a cántaros cuando fuimos a buscarlo con mamá. Lo encontramos sentado detrás de un mostrador, sucio, con la barba crecida. Tardó varios segundos en alzar la cabeza cuando lo llamamos por el nombre. Firmaron unos papeles y bajamos al estacionamiento después de recoger sus cosas. Unos árboles caídos habían parado el tráfico. Tuvieron todo el tiempo del mundo para hablar y no se dijeron nada. No abrió la boca ni siquiera cuando entramos en la casa nueva, llena de cajas desparramadas y después durmió casi veinticuatro horas seguidas. Ese día le dije a mamá que yo puedo ser el hombre de esta casa. Que se quede tranquila. Que si hace una más… Anoche, cuando llegué del colegio, la casa estaba a oscuras. Parecía no haber nadie. Sabía que las chicas estaban en baile y el auto de mamá no estaba. Comí algo, subí y cuando pasé por su cuarto lo vi, sentado en su cama, con un revólver. Lo estaba frotando con una franela, y contaba las balas sobre la mesita de luz. Él no podía verme desde el pasillo. Abría y cerraba el puño sobre el mango. Me quedé helado, porque sé que mamá le prohibió tener uno en casa, porque nunca lo había visto con esa cara. ¿Qué hacés? Le pregunté. ¿Qué mierda te pasa? Se le cayeron las balas piso y al principio me miró como si no me reconociera. ¿Qué te pasó aquel día, papá? Tenía los ojos rojos, como llenos de sangre. Y me dijo lo que yo no quiero volver a escuchar en mi vida. No voy a repetirlo, no. Después se arrodilló y se hizo una bolita en el piso, al lado de la cama. Parecía muy cansado. Y casi al mismo tiempo, empezó a llorar.

Tuesday, July 31, 2007

El chico de la computadora

―¿Sos el de la computadora? ―preguntó la chica con antifaz.

Todavía tenía el dedo en el timbre, pero no estaba seguro de haberlo tocado. Asintió, acomodándose los anteojos, y de un bolsillo sacó un papelito donde tenía anotado el apellido de la familia. Pero no llegó a pronunciarlo.

―Papá está arriba ―dijo otra chica, que no había visto antes.

Estaba detrás de la puerta, y parecía más o menos de la misma edad. Tenía los dientes apoyados en el marco y movía la cabeza de arriba hacia abajo, como un conejo. No estaba disfrazada, pero se había dibujado dos bigotes con marcador en los cachetes. Sin darle tiempo a preguntar algo más, las dos se miraron, se rieron y salieron corriendo hacia el fondo.

El chico empezó a subir las escaleras despacio, esperando que alguien lo detuviera o le diera más indicaciones. En el descanso, se inclinó una vez para mirar por la baranda. Pero las voces que escuchaba venían del jardín. En la segunda habitación encontró a un hombre. Las persianas estaban a la mitad y el ventilador, que se tambaleaba con ruido, no alcanzaba para renovar el aire. Olía a encierro, a comida vieja. El hombre estaba sentado frente a la computadora. Había un vaso de whisky junto al teclado y el monitor mostraba un color azul, que sólo podía significar problemas.

―Bienvenido ―dijo. ―Vení. Pasá. Sé que es sábado, disculpame, pero la verdad es que no podía esperar. ¿Cómo era tu nombre?

―Esteban.

―Esteban ―repitió. ―Empecemos.

Sobre el escritorio, la carcaza de la computadora ya estaba abierta y en el interior se veía el embrollo de cables. La lucecita de una de las placas de red titilaba. El chico revolvió su bolso, como buscando algo. Desde la ventana, llegaban risas y música como de una fiesta, y cada cierto tiempo se oía el chapoteo de una pileta. Marco. Polo.

―Estamos de cumpleaños ―dijo el hombre.

Tierra. Nadie.

―Ahh, con razón…

El hombre señaló la pantalla.

―¿Vamos a ver qué tiene?

―Sí.

Después de que le diera un breve informe de los problemas de la computadora, se arremangó la camisa y, con un pañuelo, limpió los lentes de sus anteojos, para hacer tiempo. Le gustaba trabajar solo, sin distracciones, porque así había menos margen de error. Pero lo único que hizo el hombre fue correr la silla hacia un costado. Y entendió que no pensaba moverse de ahí.

―Este era el cuarto de mi hijo ―dijo de pronto.

Recorrió con la mirada los pósters, la cama, la biblioteca. Algunos juguetes ocupaban los espacios vacíos entre los libros.

―Murió el año pasado.

Una colección de latas de cerveza y gaseosas revestía la pared de un extremo al otro del cuarto y daba la impresión de que de un momento a otro podría caerles encima.

―Disculpe. No sabía.

Pero sí sabía. Sus padres le habían contado una vez, cuando pasaban por el frente de la casa, en auto. En el barrio se oían toda clase de historias de la familia. Pero ahora no las recordaba o se mezclaban con otras.

―No te preocupes ―dijo.

Por un rato, en la habitación sólo se oyó el sonido de los dedos sobre el teclado. Los dedos del chico eran ágiles y largos, y aunque los caracteres y códigos que aparecían en pantalla parecían no tener ningún sentido, se correspondían de algún modo con el movimiento de sus manos y la fijeza de sus ojos. Encendió y apagó varias veces la computadora. Sacó discos, los insertó y volvió a guardarlos. De tanto en tanto, emitía un chasquido, y volvía a empezar. El hombre observaba y asentía, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo, y él fuera el maestro y el chico tan sólo un aprendiz. En un momento, se detuvo.

―¿Qué pasa? ―preguntó.

Movía los labios pero sin encontrar las palabras.

―Decime.

―No, nada.

―¿Nada?

El aliento flotó en el aire hasta su nariz y, por reflejo, dejó de respirar unos segundos.

―¿El baño?

―A la derecha. La segunda puerta.

Sólo cuando salió al pasillo, se dio cuenta del calor que hacía ahí adentro. Respiró hondo, abanicándose con las manos. Intentó abrir una ventana, pero los pestillos no cedieron. La niña de los bigotes estaba sentada en su cama, con un portarretratos en las piernas. Lo hamacaba como a un bebé, mientras tarareaba una canción. Al verlo, se incorporó.

―¿Qué me mirás? ―dijo.

Corrió hasta su lado y le puso una mano en el pecho, como exigiendo una respuesta. Se metió en el baño y trabó la puerta. El chico esperó dos, tres minutos. Adentro se escuchaba el agua correr. Tocó.

―Abajo tenés otro.





En la cocina, una mujer rubia en traje de baño, sacaba tuppers de la heladera y reponía en las bandejas. Todavía la fiesta no había terminado. La misma chica que le había abierto la puerta envolvía un paquete en su papel de regalo.

―Mamá, este lo voy a devolver.

Ya no tenía puesto el antifaz, y sin ese marco, sus ojos no parecían tan intensos ahora. Estaba arrodillada sobre un banco alto, y de tanto en tanto se balanceaba, dejando dos patas en el aire. Pasó la lengua por el adhesivo del moño y volvió a pegarlo.

―Los regalos no se devuelven ―dijo su madre. ―En todo caso, se cambian. Pero nunca hay que contárselo a la persona que te lo regaló.

Ninguna de las dos lo había visto y se sobresaltaron al oír su voz. Estaba de pie junto a la alacena, a medias en la sombra. Cuando lo reconocieron las dos señalaron hacia el mismo lado.

―Por ahí.

El baño tenía un metro por un metro, una guarda con flores azules y jabones con forma de concha marina. Calculó el tiempo que le llevaría descargar la vejiga en una noche de borrachera y exultación, y esperó todo ese tiempo y un poco más. Abrió la canilla, pero no se mojó las manos. Cuando volvió, sobre la mesa del comedor de diario, se encontró con un vaso de Coca y tres sandwiches y un pedazo de torta en un mismo plato, pero dispuestos a una distancia prudencial, en la que no se mezclaba lo dulce y lo salado.

―Debés tener hambre ―dijo la mujer. ―Además, va a sobrar un montón. En esta casa, puede estar días y días hasta pudrirse. Y después tengo que tirar todo.

―Gracias.

―Pero sentate.

―No, no… Está bien.

Prefería comer parado: sentarse era jugar en inferioridad de condiciones. La mujer lo observó mientras comía.

―Vos no sos el primero que viene. ¿Sabías?

El chico asintió, alzando ligeramente los hombros.

―Papá está loco ―dijo la chica. ―Le habla a la computadora.

―¿Qué te dije sobre decir cosas de tu papá?

Aun con el ceño fruncido, no pudo contener una breve risa. Repentinamente volvió a un tono grave.

―¿Qué es lo que tiene ahí? Me pregunto… Yo no sé mucho de esas cosas. Es la verdad. ¿Qué es lo que está buscando? Ni siquiera bajó hoy a festejar. Ni un ratito. Con todas las cosas ricas que hay. Con este día espléndido.

Comprendió que no lo interpelaban, que la mujer hablaba para sí misma. Iba a volverse cuando sintió la pregunta.

―¿Vos sos un nerd?

Sonó ácida y articulada, como salida de boca de un médico y no de una chica de once de años. Fue como si de pronto le hubieran puesto un espejo enfrente y se mirara por primera vez en mucho tiempo. Sintió una opresión en el pecho, algo que le subía hasta la cara y se exudaba como calor. Su madre la miró decepcionada, pero daba la impresión de no tener fuerzas ni autoridad para imponer castigos.







―Yo no soy el primero que viene, ¿no?

Le había costado una hora reunir el coraje para hacer la pregunta. Una hora en la que no había habido ningún progreso. Y sin embargo, el hombre no contestó. Fue hasta la mesita de luz donde había una foto. El chico vio varias figuras sentadas a una mesa, pero desde donde estaba no podía ver bien quiénes eran.

―Le faltaban pocos días para cumplir los catorce. ―dijo de pronto. ―Y no se pudo hacer nada. Él quería cumplirlos. Era como un récord en la historia de esa enfermedad. Todavía hoy me cuesta pronunciar el nombre. Esas de uno en un millón.. ¿Vos tenés? Tu edad te pregunto.

―Veinte.

―Veinte… Bueno... Borrá de la memoria los últimos seis años de tu vida, borralos. Seguramente son los mejores, los más intensos. Borralos. Y ahí tenés. Catorce años. Catorce años pueden contener una vida…

El chico entrecerró los ojos.

―Señor, yo entiendo, pero no hay mucho para hacer. Acá ya estuvieron trabajando y yo no sé si...

―Cuando pasó ―dijo―, no fue tan triste como uno podría imaginarse. Quiero decir, sí y no. El día más triste de tu vida llega y pasa, está lleno de segundos, de respiraciones, de pequeños actos y pasa. Es el día más triste de tu vida pero es un día con sol y el pasto brilla porque llovió la noche anterior. Están tus amigos, sus amigos, todos los que tienen que estar y el sacerdote dice las palabras justas. Con mi mujer nos abrazamos y lloramos y volvemos a casa. Entonces llega la noche y uno puede dormir. Porque las lágrimas te han embotado el cerebro. Y pasa. No lo podés creer, pero pasa.

Ahora el chico había dejado de teclear y solo miraba, con las dos manos suspendidas en el aire.

―Señor… ―empezó, sin convicción. En el monitor, las barras con porcentajes se habían detenido.
―Los primeros días yo estaba mejor y llevé las riendas de la casa. Me ocupé de los que quedábamos. Literalmente. Limpié, compré, cociné, bañé. Manejaba de ida y vuelta al colegio, como un robot. Después, con el tiempo, ella empezó a sentirse mejor. Y a medida que ella se incorporaba a la rutina, que volvía a un ritmo de vida anterior, yo me fui hundiendo, sin saber por qué. Perdí el humor. Lloraba. Lloraba sin control, a cualquier hora, en cualquier lugar, incluso frente a extraños. Más de una vez tuvieron que llamarla para que viniera a buscarme. Porque no tenía fuerzas para volver. Y entonces, una noche dejé de dormir. Me pasaba las horas en la cama, quieto, sin pensar, para ver si en algún momento venía el sueño. ¿Alguna vez tuviste insomnio?

El chico negó con la cabeza.

―Te aseguro que las noches pueden ser mucho más largas que los días.
Arrastrando la silla, sin levantarse, asomó la cabeza por la ventana. Las voces del jardín cesaron un instante.

―¿Cómo venimos? ―preguntó.

¡No había escuchado nada! Había que hablar lento y claro, articular las palabras con paciencia.

―Como le estaba explicando, podemos probar. Pero no sé si es posible salvar lo que había. Tal vez tengamos que poner un disco nuevo. Empezar de cero.

―¿Empezar qué? ―preguntó.

El sol estaba a la altura de las persianas y con los rayos entrando horizontales: la sensación era como estar debajo del agua.

―No, no ―dijo ―Eso no.

Siguió negando con la cabeza. En el vaso quedaba un hielo, con dos dedos lo pescó y lo llevó a su boca. El chico pudo oír claramente cómo lo trituraba con las muelas antes de continuar con la historia.

―Un día entré en su cuarto. Habían pasado dos, tres semanas. Estaba igual a como lo ves ahora. Faltaban algunos aparatos, el olor de los remedios. Pero fuera de eso, no había cambiado nada. De repente tuve una imagen. La imagen de él ahí frente a la computadora, pasándose horas y horas. Y me acordé de que cuando yo entraba ni siquiera se daba vuelta para hablarme, me contestaba por el reflejo de la pantalla. Y después lo oía reír solo hasta la madrugada, y siempre, de fondo, el ruido del teclado. Me quedé duro, muchas cosas vinieron a mí. Y unas ganas incontenibles de llorar. Apagué todo rápido y salí, porque no quería… No otra vez. Pero la mañana siguiente, junté fuerzas, no sé de dónde, y volví. Empecé a revisar sus carpetas, todos los archivos que contenían su nombre. Leí lo que había escrito, sus trabajos del colegio, sus cuentos… Escribía maravillosamente bien para su edad. Deberías leer alguno. Escuché sus canciones. Me pasaba horas, igual que él, delante del monitor, hasta que los ojos se me cerraban. Todas las noches, Julia me llamaba desde la cama y me decía: “dejá eso”, “dejá eso”, “¿qué estás buscando?”. Pero yo no le respondía, me metía en la cama sin hablar, porque eso era sólo para mí. Ella siempre había tenido una relación especial con él. Podían comunicarse sin hablar, saber exactamente lo que pensaba el otro. Y yo siempre estuve fuera de ellos dos. Como un extraño. Todo lo que sabía de él lo sabía a través de ella. Cada noche, al acostarnos, me hacía un relato de su día, de las cosas que decía o le pasaban, y yo escuchaba con los ojos cerrados, tratando de imaginarme cómo había sido. Y para mí, aunque te cueste creerlo, era suficiente con eso.

Alzó el whisky para estar seguro de que no quedaba nada. Pudieron verse sus ojos desproporcionados a través del fondo del vaso.

―Otro día, sin saber muy bien cómo, me conecté a Internet. Yo que siempre fui un completo ignorante de la tecnología. Yo que por mi trabajo, nunca tuve necesidad. Y fue una revelación… Ahora… ahora sé algunas cosas… Navegué las mismas páginas que él había visitado, que era conocer los lugares donde él había estado. En su cuenta de e-mail, había mensajes sin responder. Eran sus amigos, que le preguntaban cómo estaba, si había pasado la crisis. Le preguntaban si empezaba a sentirse mejor. Algunos hasta parecían ofendidos porque no se conectaba o daba señales. Una chica polaca había mandado una foto con una dedicatoria, en un inglés malo. La recuerdo perfectamente: estaba en una silla de ruedas, al parecer en su cuarto, y tenía un peluche rosa en el brazo. Pero no lo sostenía, no podía sostenerlo. Era evidente que alguien se lo había puesto ahí. Toda la foto tenía algo de falso y a la vez una ternura extraordinaria. Y debajo de la foto, encontré el mensaje que él le había escrito antes a ella, en el que le daba fuerzas y consejos. Mi hijo que no tenía catorce años. Y por primera vez, tuve la imagen completa de lo que había sido él como persona.

Hizo una pausa, se levantó y dio una vuelta por el cuarto antes de volver a sentarse. Continuó, pero ahora la voz era distinta.

―¡Él era el que había superado las expectativas! Nadie llega, creéme. Nadie. Los doctores nunca quieren decirte cuánto tiempo. Está prohibido. Es una lotería. Pero nadie llega. Él era para ellos un sueño, la prueba de que podían equivocarse… Durante todo aquel largo día pensé y pensé qué podía decirles, cómo contarles. ¿Cómo se hace? Entonces me senté frente a la computadora. Fue algo mecánico, instintivo. Pulsar las teclas. Y lo primero que salió: “Hola amigos, estoy de vuelta.”

No dijo nada más. Sus ojos, lentamente, se perdieron en el techo. Era como si en el acto de contar esa historia hubiera agotado todas sus reservas de energía. El chico se preguntó cuántas veces lo había hecho, en noches iguales a esta. Estuvieron un rato callados, sin mirarse. Más tarde, volvió al trabajo, o mejor dicho, fingió que volvía al trabajo, porque ya no había nada que hacer, pero el sonido del teclado llenaba de algún modo el silencio.

Las horas pasaron. Oscureció. De a ratos, el hombre se dormía y cuando despertaba, parecía confundido, tardaba varios segundos en entender dónde estaba. Una vez bajó a hacer café.
Durante la noche, el chico tuvo accesos de esperanza. Tenía la certeza de que la tecnología no era exacta ni indiscutible, que en la médula de ese lenguaje había espacio para la creatividad. Trató de imaginar otras posibles soluciones. Empezó de nuevo. Desarmó la computadora hasta sus últimos componentes y minuciosamente volvió a armarla. Insertó y sacó discos. Instaló programas que no había probado antes.

Cuando dieron las tres, sonó la alarma de un reloj en alguna de las habitaciones contiguas. El sonido llegaba amortiguado pero fue creciendo en intensidad. Poco después, la mujer rubia apareció en la puerta. Llevaba puesto un camisón blanco, que brillaba en la oscuridad del pasillo.

―Jorge, ya es tarde. Mirá la hora que es. Este chico ya debería haber vuelto a su casa.

En el suelo había una media: se agachó para recogerla. La observó, la olió y, durante algunos segundos, buscó la que completaba el par. De debajo de la cama, sacó una bandeja con un vaso, un plato y cubiertos. Podía llevar semanas ahí, quizás más. Juntó varios papeles desparramados. Cuando terminó, dio una mirada rápida por el cuarto, satisfecha, y se recostó contra la puerta.

―Jorge. Te estoy hablando.

Él no la miró.

―Estamos bien Julia. Estamos muy cerca de algo. No podemos cortar ahora. Tendríamos que empezar de nuevo y no… no podemos darnos ese lujo. Esta es nuestra noche heorica. Vamos a seguir, ¿no?

El hombre cerró un ojo en dirección al chico, pero no alcanzaba a ser un guiño. Podía ser cualquier otra cosa, un tic, cansancio o incluso el último espasmo de un ojo muerto, pero nunca un guiño. La mujer esperaba una respuesta, con los brazos cruzados. Había un brillo cómplice en su mirada, como si dijera: “Esta es tu oportunidad. Podés irte ahora”. Pero no lo hizo. Se enderezó en la silla, tomó aire y puso las manos otra vez sobre el teclado.

―Vamos a seguir ―dijo. ―Toda la noche. Lo que sea necesario.

La mujer que trabajaba en casa

La casa se estaba viniendo abajo y uno, a cierta edad, no hace nada para evitarlo. Pero lo cierto es que los platos sucios se juntaban en la cocina, no había nadie que hiciera mi cama y empezaban a faltar camisas en el placard. Creo que nos salvábamos de las hormigas sólo porque vivíamos en un piso alto. La mañana del quinto día mamá me pidió que la acompañara a ver si le había pasado algo. Estaba preocupada. Yo la veía cruzar el pasillo varias veces o parada en mitad de su cuarto, en camisón, como si hubiera olvidado donde estaban sus pantuflas. Pero si no había hecho nada hasta ahora no era por desidia, sino más bien una manera de seguir esperándola.

—¿Y cómo no tenés el teléfono? —le pregunté.
—Nunca lo necesité.

Mamá es así. Da todo por sentado. Lo que a mí me parece falta de consideración ella lo ve con naturalidad. Elda no tenía la costumbre de faltar y cuando lo hacía avisaba al menos con un día de anticipación. En los quince años que llevaba trabajando en casa nunca había dejado de llamar.

—Está bien, vamos —le dije.

Pensé que eso me pasaba por ser el último en irme, pero no quería que fuera sola. Antes fuimos al cuarto de servicio y revolvimos sus cosas. Al parecer, todas seguían ahí: el delantal rosa que mamá le había hecho dejar de usar, un cuaderno, unos perfumes. Y quizás el último televisor en blanco y negro de la tierra. Cuando terminé de bañarme, las llaves del auto estaban sobre mi cama. No entendí si me estaba apurando o si tenía miedo de que me arrepintiera, pero no dije nada.

Mientras bajábamos en el ascensor traté de hacer un recuento de todos los recuerdos que tenía de Elda. Me sorprendió que fueran tan pocos. Mamá traía en su mano un papelito con la dirección. Estaba arrugado y algunas de las letras y números se habían borroneado. Ninguno de los dos sabía cómo llegar, pero teníamos toda la tarde para encontrar la casa.

—No te preocupes. Preguntando llegamos.

Desde que se fue papá había aprendido a recitar fórmulas de aliento. Me miró de reojo, sonriendo, y sentí que destapaba uno a uno todos mis secretos.
Aunque el auto era suyo, era el único que lo usaba, a excepción de alguno de mis hermanos. Existía entre los dos el acuerdo tácito de que tenía que pedirlo prestado toda vez que quisiera usarlo.

—¿Vos le pagaste, no?

Doblamos y entramos en la avenida. No me miró.

—¿A quién?
—A Elda.
—¿Cómo no le voy a pagar?
—No sé, tal vez te olvidaste. Puede pasar…
Pero no respondió.
— ¿Se habrá ofendido por algo? ¿Algo que le hayas dicho?
Mamá y Elda podían estar el día entero sin hablarse, pero siempre una sabía lo que estaba pensando la otra. Elda servía el té o la cena a la hora que mamá creía que era la hora adecuada. Entraba en los cuartos a ordenar y a limpiar cuando estaba segura de que no molestaba. Se repartían la casa por horarios.
―¿Qué sabés de Elda?
―¿Cómo qué sé de Elda?
―Me refiero a qué sabés de la vida.
Pasamos por una zona de fábricas, cerca del río. Las columnas de humo de las chimeneas se torcían hacia el sur. Oímos la bocina de un barco que no sabíamos si llegaba o estaba partiendo.
―Poco ―dijo.
Se quedó pensando varios kilómetros. Con el sol de costado, vi extenderse una zona de sombra en su cara.
―Sé que tiene cuatro hijos ―dijo, hizo una pausa y me miró entusiasmada antes de continuar. ―También varios nietos, nueve creo. Está separada desde hace varios años. Él era carpintero o plomero, no me acuerdo muy bien. Cumple años en febrero. ―contó con los dedos. ―¿Cuarenta y ocho?
No parecía muy segura. Desde una curva, antes de salir de la autopista, vimos un terreno en construcción. En el centro, habían cavado un pozo gigantesco, que más bien parecía el cráter de una bomba. Calculé que el edifico tendría al menos quince, veinte pisos.
―Parece que le pegaba.
―¿Quién?
Cuando bajamos de la autopista, faltaba todavía la mitad del viaje. Y venía la parte que no conocíamos. A medida que nos alejábamos, el mapa era cada vez más impreciso, y empezaban las calles de tierra, sin nombre. Paramos en una panadería a comprar facturas.
―No podemos caer con las manos vacías.
Estuve de acuerdo.
―¿Creés que le haya pasado algo? ―me preguntó.
―No sé. No creo.
Pero tuve la visión de un accidente terrible, en el que dos autos chocaban y se repelían por la violencia del impacto. Los autos se incendiaban y luego una lluvia reparadora.
―Si vuelve voy a prestarle más atención.
Pasamos por un barrio de casas iguales, con sus tanques de agua arriba, imitando chimeneas. Algunas estaban habitadas a pesar de que parecían a medio construir. Llegamos a una calle angosta, en la que los autos que venían de frente nos obligaban a retroceder, a tirarnos contra la banquina. Desde sus asientos, con el parabrisas de por medio, y las manos aferradas al volante, nos miraban. Cada dos o tres cuadras, mamá bajaba del auto para poder ver los números de las casas, porque no seguían en orden la numeración. En una esquina, bajé la velocidad y le pregunté a un chico si sabía dónde era la casa de Elda Rubatto. Se acercó a la ventanilla y se tomó todo el tiempo del mundo antes de responder.
―Es esa.
Señalaba un punto impreciso, cincuenta metros más adelante.


La chica que nos abrió la puerta pareció reconocernos. Tendría veinte años, no más. El pelo negro, lacio le llegaba hasta los codos. No la había visto nunca en mi vida y sin embargo había pronunciado mi nombre. A mamá le había dicho señora. Hizo un gesto excesivo con la mano, invitándonos a pasar. Cerró la puerta detrás de nosotros y la habitación, que ya era oscura, se apagó todavía un poco más.
Elda apareció desde la cocina, limpiándose las manos con un repasador. No parecía sorprendida de vernos y tuve la impresión de que nos esperaba.
—Señora, ¿cómo le va?
—Elda… ¿Qué te pasó? —dijo mamá, sobreactuando su angustia. —¿Hace una sema…
Pero no la dejó continuar. Nos dio un rápido beso y presentó a Romina, su hija, la que sabía mi nombre. Después, fue llamando uno por uno a sus nietos, que se presentaron en seguida en la habitación. Estaban agitados como si hubieran venido corriendo desde una distancia incalculable. Sus nombres me entraron por un oído y salieron por el otro, pero todos llevaban en sus gestos la herencia de la abuela. Se quedaron, impacientes, hasta que les dio permiso para irse.
Una vez que nos quedamos solos, Elda dijo que quería mostrarnos la casa. Parecía feliz con la idea de ser anfitriona. Precedidos por ella, recorrimos varias habitaciones. Entrábamos en una. Mamá hacía un comentario aprobatorio. Salíamos. Entrábamos en otra. Los techos tenían alturas desiguales, los pisos estaban hechos con materiales distintos, como si la casa se hubiera construido por etapas, a lo largo de mucho tiempo.
Mamá, como siempre, se dio cuenta antes que yo. En su mirada, en su forma de mover las manos, supe que algo andaba mal. Miré de nuevo la habitación, como por primera vez, tratando de ver lo mismo que ella.
Entonces fue cuando empecé a ver cosas que había visto alguna vez en casa. Adornos, pequeños objetos. Al principio, unos pocos aquí y allá. Nada de valor ni importancia. Pero cuando acostumbré la mirada, a medida que avanzábamos, vi muchos más, por todas partes. Se iluminaban en mi cabeza, se ordenaban, al igual que en un mapa, con fechas y referencias. Traté de hacer un balance de cuántas de las cosas se había desprendido mamá y cuántas habían desaparecido con el correr de los años. Cerré los ojos. Y también entendí que toda la distribución de la casa imitaba la de nuestro departamento. Por eso yo la había aceptado con tanta naturalidad. Era admirable cómo en espacios tan pequeños habían colocado los muebles en la misma posición.
Quise seguir, adelantarme al grupo, porque de algún modo sabía lo que venía. Atravesé puertas, llegué a un patio. Al fondo del terreno, bajo el último sol de la tarde, varios hombres trabajaban en la construcción de una nueva casa. Estaban bañados en sudor. Parecían exhaustos. Y sin embargo, sus brazos no se detenían, como determinados a completar la obra antes de que los sorprendiera la noche.
—Mis hijos —dijo Elda. Pero había más de tres.
Desde lejos, saludamos con la misma mano que usamos de visera, porque a esa hora los rayos venían de frente. Ellos se detuvieron apenas un instante para responder el saludo y volvieron al trabajo.


Deshicimos el recorrido en silencio.
—Romina. Vamos a tomar té por favor.
Le hablaba a la hija como mi madre le había hablado a ella. Con respeto, pero también con autoridad. El resto de la tarde, hablamos un poco de todo y de nada. En un momento, pregunté donde estaba el baño.
—Por allá.
En los estantes de una repisa había fotos nuestras entre las de sus hijos. Me vi en mi primera comunión. Cuando recibí mi diploma en séptimo grado. En una cena de navidad prehistórica, antes de que se fuera papá. Algunas de las fotos estaban tan cerca unas de otras que daba la impresión de que todos nos conocíamos, que éramos parte de una misma gran familia.
Cuando salí, Romina apareció como una ráfaga y me tomó de la mano. Corrimos por un pasillo y lo que parecía una galería hasta un patio más pequeño que el anterior. Tres cables cruzaban a la altura de nuestras cabezas con ropa colgada. Reconocí un buzo que había usado muchos años atrás.
─Vos no te acordás de mí.
Hice un esfuerzo, busqué su cara entre todas las caras que conocía.
─Sí ─le dije. ─Cómo no me voy acordar.
─Mentiroso… Hace mucho tiempo, mamá me llevaba a tu casa. No tenía a nadie con quien dejarme y la señora le daba permiso. Me acuerdo que jugábamos en tu pieza toda la tarde. Me prestabas tus juguetes, pero siempre que estuviera cerca, nunca me dejabas llevarme ninguno.
No respondí. ¿Qué podía decir? Se hizo un silencio, pero no fue incómodo. El viento aleteó varios segundos en las sábanas suspendidas hasta que todo quedó quieto. Podría haberle dado un beso. Hubiese sido un buen momento en una telenovela, pensé, con un cinismo que no he vuelto a tener desde entonces. Pero no lo hice y volvimos adentro, sin mirarnos.
Mamá ya estaba de pie, esperándome. Por su cara, entendí que se habían agotado los temas de conversación. Romina pasó de largo, sin despedirse, recogió las tazas y después oí el agua correr en la cocina.
—¿Vamos?
—Vamos.
Nos íbamos, pero increíblemente todos en aquella casa durante toda la tarde habíamos evitado hablar de algo que no tenía nombre. Me sorprendí de nuestra buena voluntad, la capacidad de calcular los silencios. Antes de salir, Elda se detuvo bajo el triángulo de un foquito desnudo:
—Sabe señora, siempre pensé en invitarlos a casa. En tener una comida todos juntos. Allá atrás, en el patio, hay lugar para…
Giramos la cabeza simultáneamente hacia la ventana, buscando señales de esa escena que había imaginado, pero ya no se veía nada afuera y el vidrio sólo reflejaba nuestras siluetas. Asentimos con una sonrisa, porque no tenía sentido decir otra cosa.
Era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Había olor a naranjas y alguien preparaba un asado a tres o cuatro casas de distancia. Elda nos acompañó por el sendero hasta la vereda. Sus nietos se habían quedado en la ventana y desde allí nos miraban. Me di vuelta para saludarlos. Sus ojos brillaban como sólo brillan los ojos antes de salir en una fotografía. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casita que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo, Elda nos indicó el mejor de camino de vuelta, trazó en el aire un itinerario por calles iluminadas y seguras. Pero extrañamente no teníamos miedo. Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo.
—Gracias, gracias por todo —dijo.
Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y retrocedió marcha atrás cien metros sobre sus huellas.
Durante todo el viaje de regreso a casa no hablamos. En un momento amagué con encender la radio, pero no, estábamos más cómodos así, en silencio. A medida que nos acercábamos a la ciudad, el paisaje progresaba en las ventanas. Las casas y los edificios crecían, empujados por la fuerza de su propio bienestar. Brotaban jardines por todos lados.
Sólo cuando ingresamos en el estacionamiento me pareció que mamá quería decir algo. Lo noté en el traqueteo de sus labios. Siempre guardábamos el auto en el tercer subsuelo, y aquella noche, a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Las ruedas chirriaron en todas las curvas hasta que entramos en el nicho correspondiente a nuestro departamento.
—Llegamos —dije.
Apagué el motor y guardé la radio en la guantera. Todavía esperó un poco más.
—Vos ya estás grande —dijo cuando ya no me lo esperaba. —No falta mucho para que te vayas. Yo sé. Y esta casa no se ensucia tan fácil. Creo que… Creo que por ahora me puedo arreglar yo sola… Un tiempo. Por lo menos hasta que encontremos a alguien.
La miré a los ojos para que supiera que la escuchaba pero no dije nada y, estirándome hacia las dos puertas de atrás, bajé los seguros.

Wednesday, June 14, 2006

el cartonero

No le faltaban muchas cuadras para terminar cuando sintió que lo llamaban. Había oscurecido de repente y el viento sólo se movía arriba, entre las copas de los árboles. El chico miró hacia ambos lados de la calle: no se veía a nadie. Pero desde una casa a mitad de cuadra, una mano lo invitaba a pasar y la mano entraba y salía de la sombra. El resto de las casas estaba a oscuras. Parecían cerradas, vacías y solo por las bolsas en la vereda podía decirse que había gente adentro. A esa hora ya no circulaban autos, excepto en la avenida, y pensó que si algo le pasaba no habría testigos. Cuando por fin se decidió, apoyó el carrito contra el cordón, para que la pendiente no se lo llevara.

Había un hombre en la puerta.
—Buenas noches, señor. ¿Tiene cartón?
—Tenemos —dijo el hombre, en plural. —Pero vení, entrá, por favor. Lo tenemos adentro. ¿No te gustaría comer algo?
El chico volvió la mirada hacia su carrito.
—Dejalo. ¿Qué puede pasar? Va a estar ahí cuando vuelvas. Me llamo Alberto.

Atravesaron un pequeño zaguán, que junto con la fachada, eran los últimos vestigios de una antigua casa refaccionada. Se habían derribado paredes y ahora el living y el comedor formaban un único gran ambiente. Los techos eran altos y las lámparas con forma de campana caían hasta la altura de las cabezas, dejando los cielorrasos en completa oscuridad. Los muebles eran modernos, coloridos, de patas cromadas, y algo en su estratégica disposición en cada sector de la casa sugería otras funciones. Como si la mesa no fuera meramente una mesa. Y aunque el chico no repararía nunca en esos detalles, al recorrer la casa supo que no había estado antes en un lugar más extraño.

Se detuvieron ante dos ventanales que daban a un patio largo y estrecho. Acercaron las cabezas al vidrio, para que el chico viera lo que había al fondo. Hizo foco a través de las plantas. Seis o siete torres de cajas de cartón se alzaban en orden contra la medianera. El vidrio tembló con el viento y vio que más allá, en el pulmón de manzana, convergían otros patios y jardines y los árboles apiñados se agitaban en bloque, tapando un sector del cielo. Volvió a contar las cajas, una por una. Calculó que había el trabajo de un mes entero y tuvo la impresión de que lo estaban esperando desde siempre.

En la cocina, una mujer estaba poniendo la mesa en el comedor de diario. Sobre un mantel de osos y conejos, había un vaso y un par de cubiertos.
—Hola, yo soy Ana —dijo.

Sonó un timbre, sacó del microondas un plato humeante y con la mano libre le indicó que se sentara. El pollo estaba cortado en dados, las papas flotaban sobre una espesa crema blanca. Apartó unas hojitas verdes hasta el borde del plato y empezó a comer despacio, bajo la atenta mirada del matrimonio. Masticaba sin juntar los dientes, para hacer el menor ruido posible.

—¿Viste todo el cartón? ¿Le mostraste? —preguntó ella.
—Sí, le mostré.
—Es mucho ¿no? Hace tiempo lo venimos juntando y queríamos guardarlo para una ocasión especial. Creemos que es importante ayudar —agarró una miga de pan y la comprimió hasta obtener una bolita muy pequeña. —Ayudar en todo lo que esté a nuestro alcance y no esperar a que las cosas se solucionen como por arte de magia. Pero no se puede ayudar a todos. Este es nuestro granito. —Automáticamente miró a su marido, buscando una adhesión incondicional que no encontró porque había dejado de escucharla. La miga tomó altura, voló sobre el hombro de Alberto y desapareció en dirección al living.

—Me imagino que estás cansado y con hambre. ¿No sos muy chiquito para andar por la calle a estas horas? ¿No es muy chiquito?
—Sí, es chiquito.
—Debés tener el trabajo más interesante del mundo. A veces me pregunto qué será lo que la gente tira. No puede haber tanto… ¿A dónde irá todo eso? ¿Cómo te llamás?
El chico tragó antes de contestar. La nuez subió y bajó en su garganta.
—Ramón, señora.
—¿Vas al colegio Ramón?
—Sí, señora.
—Me parece muy bien. ¿Sos un chico miedoso Ramón? Quiero decir… ¿Qué cosas te dan miedo? ¿Hay algo que te haga temblar?

Lentamente, el chico negó con la cabeza, sin estar seguro de haber entendido la pregunta.

—Un chico valiente —dijo ella. —Creo que encontramos un chico con todas las cualidades necesarias. ¿No te parece?
—Creo que sí —dijo él.

Se quedaron mirándolo mientras terminaba de comer. Le hicieron otras preguntas. Estudiaron su ropa, el pelo, la posición de los cubiertos en la mesa. Hasta que Ana se levantó y fue al comedor.

—¿Vas a venir? —gritó.

Su voz se amplificó en la boca del pasillo y por un momento el efecto logró que la casa pareciera más grande de lo que en realidad era. Pero se debía menos al eco, que a la constatación de que había alguien más en la casa. Ana volvió a la cocina, con los brazos cruzados, y la expresión de haber olvidado algo.

―Tiene mucho miedo. ―dijo Alberto. ―No podemos hacer que salga a la calle después de las siete de la tarde. Cuando los ve afuera empieza a transpirar y a temblar y el corazón parece que quisiera salírsele de las costillas. No hay forma de hacerlo entrar en razón.
―Es como el miedo a las ratas ―dijo ella. ―Como si lo tuviera metido en los genes desde el principio de los siglos. ¿Vas a venir?
―Dejalo. Que se vaya acostumbrando.
―Lo cierto es que esta no es la primera vez. Antes tenía terror a los perros.
―Y a la oscuridad ―agregó él. ―Y a muchas otras cosas, que ahora no vienen al caso. Hasta le compramos uno. ―señaló un plato metálico en el piso. Estaba limpio y reflejaba con fidelidad las patas de las sillas, pero no había ningún perro cerca.
―Durante mucho tiempo vivimos con las luces encendidas. En cada rincón de la casa había que tener una lámpara o un foquito. No quería que ni nosotros durmiéramos con la luz apagada.
―¿Te das una idea de lo que era dormir así?

Una vez más, el chico negó con la cabeza y en el recorrido su mirada se detuvo un instante en las ventanas. Pasó un auto, un haz de luz recorrió la habitación, dividido en rayas.

―Hasta que se le pasó ―dijo ella, apoyó levemente los codos sobre la mesa y después volvió a incorporarse. ―Yo creo que esto va a pasar también. Tiene que pasar. ¿Vas a venir? ―gritó.

Esta vez se oyó una puerta y a continuación unos pasos cortos, que se acercaban. Una sombra cruzó el living en dirección a la ventana y desapareció detrás de un sillón. Primero aparecieron unos dedos, tímidamente, sobre el respaldo. La imagen de la cabeza se completó en la penumbra cuando emergieron los ojos, que eran de un verde intenso. Tendría siete, ocho años a lo sumo. Llevaba un sweater rojo, de una tan lana gruesa que invitaba a rascarse hasta sangrar.

—Ramón, este es Manuel.

Desde la distancia, se midieron, como dos animales de distinta especie.

—Vení. ¿Ves que no tenés que tener miedo?

Pero de tanto en tanto, los dos miraban hacia los costados, buscando la trampa. Ana le apoyó una mano en el hombro. Con la otra le revolvía el pelo.

—Creo que pueden ser muy buenos amigos.

Pasaron varios minutos antes de que Manuel se decidiera a bajar del sillón. En sus ojos, se alternaban el terror y el asombro. Pero como caras de una misma mirada. Recorrió el trecho que los separaba con cuidado, afirmando cada paso en el parquet y después en las baldosas blancas. Se detuvo a una distancia prudencial, a medias en el radio de luz que delimitaba una de las lámparas. Desde ahí, era evidente que la respiración se le había acelerado.

—Un pasito más —dijo ella. —Dale. Uno solo.


Ana y Alberto se alejaron unos metros para tener privacidad. Desde la penumbra, murmuraban y discutían. A veces se les escapaba una palabra subida de tono o un suspiro forzado. No conseguían ponerse de acuerdo. Cuando ella prendió un cigarillo, la escena se enrareció aun más. Ahora el humo se mezclaba con las palabras y también con las miradas. Al cabo, Ana llamó a su hijo y después de decirle algo al oído salió corriendo hacia el pasillo por el que había aparecido. Alberto tampoco estaba por ninguna parte. Se habían quedado los dos solos. Lentamente, se acercó al chico por detrás. Le rodeó el hombro con un brazo y le preguntó si podían acompañarlo afuera, a trabajar con él, solo por esta noche.

—¿No te molesta, no?
—No, señora.
—Creo que es una buena idea. ¿No te parece?

El chico alzó los hombros pero no respondió y a ella le pareció por un segundo que no tenía cuello. Alberto ya estaba de vuelta en la cocina, de espaldas, poniéndose unos guantes de látex naranja. Abrió y cerró las manos dos veces, como si no terminara de acostumbrarse a la sensación incompleta del tacto. Manuel apareció un minuto después, bajo el arco del comedor, con dos guantes de arquero. Su madre le ajustó los abrojos y le subió el cierre de la campera.

―Hace frío ―dijo.
―Mamá. ¿Y si veo una rata?

Ella se inclinó un poco más y pegó su frente a la frente de su hijo, como en un espejo.

―Si ves una rata, mirala bien a los ojos, encandilala con la mirada, como solo los chicos valientes pueden hacerlo. Y decile: Rata, no vas a volver entrar en mis sueños. Sin dejar de mirarla... Desde esta noche voy a dormir en paz. No voy a volver a despertarme. No voy a llorar. No voy a enfermarme. Nunca más.

Alberto los interrumpió.
―Vamos. Ya está bien.
Y ella supo por su expresión que se había excedido.
Ninguno de los dos parecía convencido o entusiasmado con la idea, pero seguían la corriente. El chico salió antes que ellos a buscar su carrito mientras Ana los despedía. Los abrazó como sólo se abraza a alguien que no se verá en mucho tiempo. El viento entró en la casa como por un tubo, batiendo puertas. Afuera, la temperatura había bajado un poco más. Por entre las ramas de los árboles, las nubes parecían correr hacia el sur.



El trabajo comenzó en la esquina, repartiéndose las bolsas. El chico manipulaba los bultos con destreza. Con sólo palparlos podía adivinar su contenido y deshacía los nudos a una velocidad sorprendente, llevando el nylon al límite de sí mismo, sin romperlo. Poco a poco el olor empezaba a difundirse en los pulmones. Frente a la casa de los Monte, encontraron los restos de una biblioteca destrozada. Las maderas y los libros estaban podridos, por lo que era evidente que la última tormenta los había sorprendido. En una bolsa llena de bandejas de tergopol, los Fiorini habían intercalado un mazo de cartas españolas. El chico separó las que parecían en buen estado y las guardó. Alberto se preguntó para qué juego podían servir si no estaba completo.

Un vecino que había sacado a pasear su perro se había detenido a mirarlos. No sabían desde cuándo estaba ahí. Padre e hijo lo habían cruzado incontables veces, en la calle, en el supermercado, pero no lo conocían. Ni siquiera se habían saludado. Era un hombre gordo y alto. Trataba de disimular, silbando una canción, pero sus ojos brillaban cada vez que se daba vuelta. El perro olfateó el lugar donde iba a descargar y levantó una pata. El vapor ascendió de las raíces del árbol y el olor ácido llegó hasta donde estaban. Alberto se incorporó, estupefacto.

―¿No ve que estamos trabajando?

El hombre retrocedió y pareció tartamudear una disculpa. Pero cuando entendió la situación, prefirió mostrarse ofendido. Cruzó la calle y se alejó, arrastrando al perro que dejaba a su paso pequeñas bolitas de mierda. Siguieron trabajando, concentrados. Solo quedaban tres casas y el edificio de la esquina. Al fondo se veía la avenida iluminada, donde los autos no terminaban nunca de pasar. Se repartieron nuevamente las bolsas y las abrieron con cuidado. Sabían que no romperlas era importante, que era parte del acuerdo entre la ciudad y sus habitantes. Manuel encontró dos latas y las mostró preguntando si iban en el carrito.

―Van todas las latas ―dijo el chico.

Alberto hubiera querido tener una cámara de fotos consigo, conjurar con el flash la oscuridad de la noche y tener una prueba del momento en que su hijo enfrentaba al miedo. Por primera vez en mucho tiempo se sintió un buen padre. Quiso que Ana estuviera ahí con él porque había esperanza en esa escena y era suficiente para borrar todo lo que habían atravesado durante años. Pero entonces algo ocurrió. Su hijo acababa de abrir otra bolsa, y paralizado ante su contenido, le preguntaba:

―¿Qué es esto?

El chico se sacó la gorra antes de asomar la cabeza. El viento bajó de los árboles en una ráfaga y le revolvió el pelo. Alberto no quiso mirar. Fuera lo que fuera, era más de lo que estaba dispuesto a asimilar en una noche. Miró hacia las casas, buscando una señal o una explicación en las persianas bajas. No, no estaba preparado para eso, aunque Manuel siguiera preguntando. ¿Qué es? Papá. ¿Qué es? Y tirara de la manga de su campera, como si de pronto se hubiera quedado dormido.

Entonces el chico abrazó la bolsa, volvió a cerrarla con doble nudo y tomando carrera la tiró al otro lado de la calle. La bolsa eclipsó el farol de la esquina antes de estrellarse con un sonido de botellas rotas. Un gato que salió disparado de debajo de un auto les indicó el lugar de la caída, al tiempo que se iluminaba una ventana.

Las risas explotaron en una descarga incontenible. Con cada convulsión, resplandecía la medialuna de los dientes en la oscuridad. Se reían con una violencia sobreactuada, contagiosa. Se reían al mismo tiempo, se reían por turnos. Parecían totalmente fuera de sí. Se rieron hasta renovar todo el aire de los pulmones.

Cuando se calmaron y todo volvió a quedar en silencio, el chico hizo un gesto como de que había que seguir. Todavía quedaban bolsas en la casa contigua y más allá también. Pero ninguno de los tres se movió. Oyeron el rumor de un camión. Sonaba como la respiración de un animal grande y herido. Bien podía estar a diez cuadras o a la vuelta de la esquina. Si querían terminar había que apurarse, pero Alberto por fin habló:

―Hasta acá llegamos ―dijo. ―Mañana hay que ir al colegio. Va a ser un día muy duro. Mañana hay que levantarse temprano.

Monday, June 05, 2006

El final de la historia

I

El primero me abrió despacio, como si supiera.
—Pasá —me dijo y con un movimiento de la mano dejó una estela de humo en el aire. Y al principio fue como entrar en el pasado, en una falla secreta del tiempo. Hasta que vi el cigarrillo, que era un tumor recurrente en sus dedos, y me di cuenta de que seguíamos acá, ahora. Y sin embargo, había algo anacrónico en ese departamento que me costaba identificar en sus objetos. Algo que iba con él. Era un rectángulo oscuro, de techos bajos, con falsa escuadra hacia el fondo. El balcón daba a un centro de manzana con muchas terrazas en desnivel. Había una guitarra sin cuerdas. Las fotos estaban clavadas con chinches en las paredes y los libros, apilados en el piso. Al lado de la computadora, titilaba un celular.

Me senté en un sillón que perdía plumas. Piara fue a la cocina y trajo un termo. Traía puesto un sweater azul, los pantalones arremangados y estaba descalzo.
—¿Café?
—No, gracias.
—Bueno, contame. ¿Qué era eso tan importante que no podía esperar?

Pero sabía que no me iban a salir las palabras. Me incorporé. Que era estúpido multiplicar la agonía. Y me abrí la campera. Con el mismo temblor que si me hubiera abierto el estómago. Le mostré el caño negro y brillante recortado entre los dientes del cierre. No podía secuestrarlo, pero así también se había hecho. Matar por matar, en cualquier parte, aunque ahora fuera sólo una representación. Perdoname, creo que le dije. Nada más.

La ráfaga pareció atravesar los libros, los muebles, las fotos, pero fue apenas una ilusión del estruendo y las chispas, que acompañaron el trabajo manual. Volqué sillas, arranqué un afiche de Guevara en blanco y negro, rompí vasos, un cenicero de vidrio. De una sola patada, la PC sobre el escritorio se disgregó sin una chispa. Él se escondió detrás del sillón, como si no hubiese querido ver cómo morían sus cosas primero. El pis del miedo se mezcló con la pintura roja. Creo que nunca se dio cuenta de que eran balas de salva.
Desordené lo que había en los cajones y el armario para que pareciera que buscaba algo. Encontré un ejemplar de El Capital y lo quemé, para que la metáfora fuera más evidente. En el baño vomité lo poco que había comido. Tosí mucho. Mis pulmones eran dos bolsas de pólvora.

Cuando salí, los papeles más livianos no se habían depositado en el suelo. Era una lluvia blanca. El ascensor hizo un chirrido de engranajes secos y la puerta de tijeras se trabó en el último pliegue. Afuera, la luna era amarilla y grumosa. Conduje por calles vacías hasta encontrar una serie continua de faroles rotos. El Falcon verde se prendió fuego por secciones, como si rebobinara minuciosamente su línea de montaje. La cabina se fue llenando de un remolino denso y negro y me acordé de la mano de Piara antes de entrar en su casa. Cuando las chispas alcanzaron el tanque, un hongo rubio rebasó la copa de los árboles. La onda expansiva me despeinó mientras corría.

II

Yo creo que tuvieron algo que ver con eso. Mis padres, quiero decir. En casa, los bandos de la historia se dividen en partes iguales. Mamá se ubica a la izquierda; papá, a la derecha. Pero es una guerra sorda y muda porque pueden dormir en la misma cama sin matarse. El resultado somos nosotros: un centro fingido, lleno de fisuras internas. Supongo que la estrategia es no saber. O saber lo menos posible, que es lo que hacen mis hermanos.

Mi familia tiene la estructura de un sit-com: somos cinco integrantes cuyos roles parecen inmutables. Yo destruí un poco todo eso. Papá es doctor en Economía y trabaja de gerente en una cerealera. De noche escribe poemas que amanecen siempre en la papelera de reciclaje. Su público secreto agradece ese paréntesis antes de la eliminación final porque es la única prueba que tenemos de su sensibilidad. Mamá es ama de casa por haber tenido hijos a destiempo, aunque no quiera admitirlo. Dedica su tiempo libre al yoga y a seminarios de política ambiental. En una página remota de su diario escribió que hubiera estudiado Economía para hacerle la guerra al FMI, pero la suya es una ideología sin revoluciones.

No sé si fueron los exponentes más chatos de su generación. Si vivieron todo a medias, como pasajeros dormidos, pero ahora quieren ahogar su aprensión en nosotros. Por eso, cada noche las discusiones políticas son siempre coyunturales. No podemos retroceder en el tiempo. Forma parte de ese pacto de silencio que sellaron en favor de la democracia. Pero saben que no tienen el control de todas las esclusas necesarias, y las filtraciones aparecen por todos lados, diluyen el pedazo de clima que quisieron construir.

A algunos periodistas, dice papá, les gusta remover las entrañas del pasado. Apenas ellos largan su veneno, amaga con apagar el televisor, pero ya es demasiado tarde. El aire se carga de las cosas no dichas y algo se resiste contra la historia oficial. Entonces irrumpe la tanda y es un Audi plateado que divide las olas en una orilla lejana. En ese momento nos olvidamos de todo, hechizados por un auto que nunca vamos a tener.

Nosotros, los hijos, cubrimos bastante bien el abanico social de la descendencia: está el hijo rebelde, el nerd y el deportista. No vale la pena decir cuál fui. Y sin embargo, como en los Simpons aquí nadie envejece. Los cosméticos ayudan a mamá a detener el tiempo mientras a nosotros nos persigue la barrera definitiva de los treinta.

Hace poco soñé con un episodio que creía olvidado y desde entonces vuelve siempre, pero no como una sucesión de hechos sino más bien como una atmósfera. A la abuela le quedaban pocos días. Me acuerdo de un sanatorio enorme, con pabellones estrechos y mal iluminados. Eran días de veinte, treinta horas: turnándonos a su lado, dándole de comer, cargándola al baño. Hubo una noche en que la fiebre superó los 40 grados y los médicos nos dijeron lo que había que esperar. Temblaba con esa convulsión coordinada de los electrocutados. El sudor le bajaba en la línea de las arrugas. Antes del amanecer, en medio del delirio, en medio de anécdotas sobre su propia vida, intercaló sentencias sobre la historia. Empezó por los unitarios y los federales, porque según ella, en ese momento comenzaban nuestras desgracias. Dijo que el radicalismo estaba hecho de apariencias y que por eso estaba condenado al fracaso. Dijo que Perón de algún modo estaba vivo, y que él o uno de los suyos volverían otra vez y todo se iría al demonio. Reivindicó a Frondizi. Habló mal de los judíos de todas las épocas. Aramburu, Aramburu repitió en un momento. Después, dijo que en realidad no habían sido tantos, que había muchos afuera, en un exilio inventado.
Por suerte, no volvió a recuperar la conciencia.

III
Todavía me cuesta torcer el presente histórico, el pulso narrativo de un día promedio, de una vida sin sobresaltos. Pero contar para atrás no tiene sentido. Sólo diría que todo empezó cuando dejé la carrera y me quedé sin nada que hacer. Las horas se convirtieron en un estanque tenso de inmovilidad. Me acuerdo que papá vino desvelado en mitad de la madrugada a preguntar por mi deserción. Me sacudió por los hombros, despegándome de la almohada. No me llena, le dije, no-me-llena, y me habrá imaginado como un recipiente opaco y vacío. No volvió a meterse conmigo hasta que pasó lo que pasó y sé por mamá que ahora está arrepentido.

Fue la semilla de un itinerario largo y extraño. Salí a buscar algo. Al principio no sabía qué. Releí todas las novelas de iniciación que conocía para no repetir sus errores. Dejé el rugby, probé el surf, aprendí karate. Estudié francés, hice cursos de fotografía. Visité Alcohólicos Anónimos pero no bastaba con ser un discípulo de fin de semana. Me sentía en una road movie interior, sobre un mapa con agujeros en los lugares donde debía haber pasado. En la época de los grupos de apoyo, no había nada para huérfanos de historia.

Como sabía que no podía ir a vivirla con los restos de la generación anterior busqué un atajo. Siempre pensé que Internet es una experiencia vicaria. Un par de horas dragando en su lecho alcanzan para vivir una vida entera. No importa que cada noche sea un naufragio cuando no puedo estirar la lengua hasta la pantalla y besar a Cecilia, que amanece en un cyber madrileño. Con Internet aprendí a hacer amigos, a olvidar la ortografía, y que la pólvora es china.

Una noche descubrí un foro en un sitio cuyo nombre ya no recuerdo o no quiero recordar. Por primera vez sentí asco y miedo de las palabras, como si la materia viva que sustenta cada letra pudiera engendrar ratas. Ahí se esconden los bandos ahora, aunque no pueda entrar, aunque me digan que no existe o que hay un error, sus discursos están más vivos que nunca. En los libros, en la televisión, estábamos acostumbrados al recuento lavado de la historia, a una enorme matriz surtidora de narraciones suaves y correctas, en las que las inconsistencias se suprimen, en las que los hombres pueden aprender de sus errores y del pasado, en las que siempre hay un final. Igual a cuando éramos chicos, que alguien venía a contarnos un cuento, y después de introducir a los personajes y conocer sus peripecias, la palabra fin nos programaba para cerrar los ojos. Ya podíamos dormir tranquilos.

Pero yo tecleaba alucinado durante noches enteras, encerrado en el escritorio, junto a torres de vasitos de café. Sentía los murmullos de mi familia a mis espaldas. Me imaginaba caminando en esa ciudad abstracta, como un mapa moviente de ceros y unos. No nos conocíamos y no nos conoceríamos nunca, no había sexo ni edad ni nombres propios entre nosotros. Pero éramos amigos, amigos en el pleno sentido de la palabra. ¿Hubiera organizado un asado para ellos? Sí. ¿Me hubiera encontrado en un bar a emborracharme hasta que el amanecer diluyera las estrellas? También, pero lo cierto es que nunca tuve la oportunidad. Algo nos unía. Una crepitación interior, una nostalgia indeterminada.

Cada vez que me conectaba, las palabras se transformaban en armas. Había lanzas certeras que podían partir en dos una mosca, y granadas con amplio poder destructivo. Antes de dormirme, o ya entrando en el sueño, podía sentir las parábolas de fuego cruzar el espacio. La concentración del poder estaba en la agudeza de las ideas y las opiniones, en la capacidad de generar polémica y respuestas encendidas. Siempre pensé que mi rol era secundario y remoto, como un dios imperfecto, que no tiene control sobre sus criaturas, pero al que todos dan de comer. Y yo comía. Comía y crecía como una larva. Por lo demás, mis intervenciones eran esporádicas, más que nada para corregir una cita o un hecho histórico.

Hasta que un día todo se acabó. Sin previo aviso, el editor del sitio clausuró el foro aduciendo que la finalidad de esos encuentros se había desvirtuado. ¿Qué podía saber él? En vano, saturé su casilla de contacto con amenazas e insultos porque no hubo respuesta. Fue un golpe duro y bajo, que hacía casi imposible la reorganización. Debido a las reservas de identidad, estábamos condenados a vagar por la red sin encontrarnos. Qué frágil, pensé, puede ser una comunidad humana.

Pero me quedaban fragmentos, alguna serie de palabras con sentido. Células que habían crecido en muchas direcciones, locas, como un cáncer. ¿Había aprendido todo lo que tenía que saber a esa edad? Había aprendido a discutir de política, a levantar la voz (aunque fuera escrita), a luchar por una idea. Y así, me alejaba de mi generación, retrocedía algunos pasos y al mismo tiempo de un salto los superaba implacablemente. Los esperaba desde el futuro, con la sonrisa sobradora del que sabe lo que viene.


IV

Hoy escribo con una letra hermética, de líneas apretadas, como si el pulso supiera de esta celda. Enfermo mental es una fórmula negra y pocos saben de la densidad de su castigo. En este lugar, las ideas se coagulan a una velocidad sorprendente, al punto de que mi cerebro opera con las funciones de una esponja antigua. Sólo queda un goteo de neuronas y alcanza para saber que no puedo vender los derechos de mi historia, que en este país la industria cinematográfica es inexistente, que un libro por encargo sería un complot contra mí mismo. Quizás me baste con una página web.
Cuando me vincularon con el segundo atentado, muy pocos entendieron la trama secreta, lo que había debajo. La idea era repetirlo hasta el cansancio, hasta que el mundo entero se diera cuenta, pero ni los medios fueron muy perspicaces.
Todo terminó demasiado pronto.

En las últimas semanas, he recibido la visita de varios amigos. Me cuesta aceptar la distancia que impone mi nueva condición social. Hablan en tercera persona, me cuentan noticias sin relevancia. Paseamos por el parque, nos reímos de los otros internos. Y cuando se dan cuenta de que sigo siendo yo, se logra un clima de cierta intimidad. Entonces se animan y preguntan por qué. Me detengo. Los miro. Hago un silencio de varios segundos. Y articulo la respuesta con una densidad mesiánica, buscando el punto exacto en que la influencia se transforma en efecto dominó.

V
Al segundo nunca le vi la cara. Era amigo de mis tíos. Vivía a tres cuadras de casa, en un edificio viejo de pocos pisos. Se habló de él y su familia durante una cena. Tenía tres hijas, iba a participar en un entrenamiento conjunto con Estados Unidos en la Triple Frontera. Repetí su nombre en el eco de mi paladar hasta que tuvo cara, gestos y una voz definitiva. Lo imaginé alto, cuadrado, con bigote. Y los ojos grises, no sé por qué. Su dirección estaba anotada en un papelito en un ángulo de la heladera. Lo robé mientras esperaban el postre.

Nunca supe si participó en aquellos años ni me importaba. Acá me han llegado versiones cruzadas. Para la historia es suficiente: cualquier militar hubiera operado como símbolo. Bajé a la calle el mismo día en que los policías me preguntaron por Piara. No tenía mucho tiempo. Apuré el rito del mecanismo, relegando normas de seguridad. Puse cables rojos y amarillos, uno verde. Acomodé la bolsa de pintura roja y los panfletos. Estaba nublado, había un desfase del viento en las esquinas. Caminé las tres cuadras con los ojos cerrados, mientras me imaginaba una explosión ensordecedora. Cuando llegué, el portero me preguntó adónde iba.

—A lo del Coronel —le dije.
Arrugó el espacio peludo entre los ojos.
—Los Rivas.
—Ahhhhhh —dijo. Le quedaban pocos dientes.

Y subí. El vestíbulo estaba recubierto por paneles de roble patinado. La alfombra era azul. Una lámpara de vidrio lechoso iluminaba la panza de dos jarrones gordos. Toqué el timbre. En alguno de los pisos superiores alguien llamó el ascensor. Toqué el timbre otra vez y esperé, hasta que sentí pasos al otro lado, sordos, como pezuñas de un peluche. Entonces reemplacé un peso por otro (sí, mochila por culpa, por futuro).

Cuando oí la puerta abrirse ya estaba en los últimos escalones. Y empecé a contar los años que tenía, desde cero, los días que faltaban para Navidad, las baldosas rotas, cualquier cosa. Metía y sacaba números. Quise cantar una canción. Lo que buscaba era hundirme en otros ritmos, algo que me alejara de ese latido. Pero no hubo caso. Estaba bien adentro. Un tic-tac hermético, preciso, inofensivo: el mismo tic-tac que esperaba en el fondo de la mochila.

Monday, October 17, 2005

Vietnam



Yo recuerdo bien esa noche, aunque en el fondo esté contando otra historia. Hay cosas que no nos dejan. Tú deberías saberlo. Regresaron con nosotros en aquel avión nocturno, ocultas entre la fajina verde y la piel, como sanguijuelas del Mekong. Y ahora emergen desde las rémoras del olvido para encerrar mi día en un pozo. De quién son estas palabras no lo sé, pareciera que tú ya no puedes oírme, y la espiral de rumores que sube desde la calle ahoga lentamente mi voz: la confina a un monólogo interior. De pronto estás lejos y aquí a mi lado, yo todavía no pude irme de Vietnam. Sé que soy contradictorio porque sé que soy un hombre.
A veces estaban tan cerca. No los veíamos: eran bajos, camaleones, siempre dispersos y no actuaban como ejército, pero en nuestros talones la selva reventaba en estrellas verdes. Las esquirlas y las balas abrían tumbas en el musgo, entre helechos y alimañas. Y me acuerdo que una tarde perdimos el pelotón cerca de la costa. Las bombas nos dividieron. Y quedamos así, la noche entera con el agua al cuello, escondidos entre los manglares de un río que era un pulmón líquido. Subía y bajaba, sin olas, sin esparcir collares de espuma, gradual, imperceptible, hasta que el cuerpo entendía que no teníamos branquias. Y entonces era el salto, anfibio, agónico, abrazarse a las raíces de pulpo, y una vez a salvo, recordar que estábamos vivos. Para no publicar el miedo, buscábamos otros ojos en el reflejo del agua, contando en silencio cuántos éramos, si todavía éramos todos.
La mañana siguiente pudimos salir, no nos habían visto. Emergimos desde las raíces, la piel arrugada, como niños viejos a un mundo seco. La transición fue rápida, benigna, en la costa volvíamos a ser hombres. Se borraban los sueños con aletas y escamas, desaparecía la sombra de las sirenas en un borde de la locura. Con la radio dañada, sin alimentos, emprendimos el regreso a Saigón.
Detrás de una barrera de cerros, encontramos una aldea menuda, cercada por campos de arroz. Tierras sumergidas, cuadriculadas. Todavía respiro el vaho sólido que reposaba en el hueco del valle, comprimiendo el mundo en un sueño. Bajamos por una huella abierta de cazadores furtivos. Inclinados, casi anfibios, los campesinos juntaban el arroz en bateas de mimbre. No alzaron las cabezas cuando cruzamos pero sé que sus ojos estaban clavados en nuestra marcha. La aldea quedaba en un claro de arcilla, las cabañas dispuestas en círculo alrededor de una plaza pelada y roja. Algo se quemaba en el aire. Ya no quedaban casi hombres, alguien se los había llevado una noche en camiones oscuros y no habían vuelto. Los perros rondaban, oliendo la carne ausente. Ahora son manchas oscuras en la memoria. Recuerdo niños. Cientos, lastre de una fertilidad exasperada. Niños de barrigas hinchadas, descalzos, con heridas sin costra, de ojos alucinados, niños sin padres, niños de ojos rasgados y de piel morada, del color de los ríos. Y mujeres. Tú te pareces un poco a ella.
Entramos por atrás, por un hueco entre las tablas blandas y húmedas. El cuarto era el estómago de un tigre invertido: un hueco oscuro rayado por las ranuras doradas que irradiaba el crepúsculo. El piso, un rectángulo de tierra comprimida. Por suerte entré con el segundo grupo. El trabajo estaba hecho. Cuando la vi ya era una cosa sin dolor, sin lágrimas, una mancha roja en un catre. Un bulto sin curvas, una cáscara, un pájaro descarnado, un esqueleto vegetal, una inflamación del aire. Recuerdo que otros soldados pululaban afuera, con el aliento pegado a las tablas, esperando su turno. Se podía oír la respiración canina, las tibias efusiones de baba, el latido furioso de la guerra como si estuvieran al lado mío.
La penumbra y el olor fúnebre de las cosas alteraban la cadencia regular del tiempo. Me aproximé al catre, despacio, sin ruido, para no interrumpir la agonía, el rito del desenlace. En el pecho hervía una marea subterránea, apenas contenida por un costillar débil y la cáscara elástica de la piel a punto de reventar. El corazón atlético y febril contradecía la secreta inmovilidad del resto.
Ya no recuerdo si la mataron, si se desangró en el curso de la noche. Unas sombras la enterraron cerca de la cabaña, bajo unos árboles que parecían manos abiertas. Un millón de cuerpos en la superficie de Vietnam, pudriéndose en el aire ponzoñoso de los herbicidas, en el humo de las bombas, y la enterraron igual para encubrir la falta, para olvidarla, como si a un pozo en la tierra le correspondiera otro en la memoria. En el trémolo de la acción no hay culpas ni omisiones. La conciencia es un acto segundo, una perspectiva hacia el pasado. Y la justicia, tú lo sabes, una balanza oblicua, con soporte de barro, ciega por voluntad.
No quiero que parezca una justificación, ni una excusa. No me duele decir que participé sin escrúpulos, que un extraño sabor circulaba en el dolor ajeno. No era una reafirmación del género ni un ritual colectivo necesario. No pasó porque volvíamos a ser hombres y que nadie ensaye la genealogía de un patrón familiar.
Por una vez el miedo era una flecha hacia los otros.
Y el miedo no se traduce, tal vez llegaste a entenderlo, hace un ratito, cuando te saqué la ropa. Una palabra, una combinación de letras, es apenas una llave para evocar un vacío, un dolor indefinible, un silencio. De esos días yo recuerdo la soledad. En la selva, en la catedral verde de los rumores, la presencia animal, la respiración ubicua, multiplicaban el vacío humano, el contacto roto con las cosas. Y me perdí en el delirio, en la encrucijada de mis voces; sólo había espacio para el diálogo de mis órganos, de mis partes, de mi corazón con el hígado, de mis ojos con un riñón. Y en ese capullo solitario pude ser Dios. Diluido, extraño, agotado, extirpé del hombre el instinto de la vida. Lo hice por una razón: así dolía menos el miedo. Ya no importaba tanto un balazo a través del follaje, un soldado esperándome al otro lado del bosque.
Abandonamos la aldea en la madrugada, antes de la salida del sol y sus centinelas. Sabíamos que grupos del Vietcong se escondían en aquellos bosques, en distintos momentos de la noche se oían detonaciones lejanas: morteros trazando parábolas de fuego en el aire. Una mujer casi vieja nos alcanzó en el sendero, en el límite de las chozas. Emergió de entre las palmeras, gritando palabras incomprensibles, la garganta rota de un luto histérico. Ninguno de nosotros conocía el dialecto, pero había una densidad de maldición en su voz, en la articulación de los sonidos. La aparté sin violencia, esquivando los ojos turbios, pero se derrumbó contra mis pies como si yo sudara veneno. No podíamos acoplarnos al resto de los hombres, participar de la compasión. Para sobrevivir había que renunciar al espejo que nos devolvía un rostro de ojos que son como cicatrices, de ojos como los tuyos. En Vietnam, el otro que había que preservar no era el de afuera, sino el otro bajo la misma cáscara, el que compartía mis órganos y el nombre completo, mi doble urbano, de traje, con familia. El que había que guardar para la vuelta, separado transitoriamente por un sistema de esclusas y puentes herméticos.
En el suelo, la mujer que también se parecía un poco a ti extendió los brazos: fue una cruz, dejándose hundir en el dolor, que esa noche tenía coherencia de barro. Cerca de mi hombro, sonó una descarga, un breve vómito de fuego. Los gritos cesaron en un revuelto de brazos y piernas. El cuerpo desapareció en el fondo del charco, como si debajo hubiera un desagüe secreto. A partir de ese momento no volví a girar la cabeza en todo el camino de regreso a Saigón. Marché rígido, engarzado en el ritmo del pelotón, despojado de la memoria reciente.
Tu nombre está hinchado de Asia, de tigres, de cultivos de arroz, de mosquitos gordos de sangre, de pagodas y palacios de oro, del verde genital de la jungla. Y la muerte insignificante. Sé que estamos en septiembre y que abajo no hay selva, que es Nueva York. Que te vi en el supermercado y te traje aquí, con una excusa idiota. Pero es la historia de tu raza. No es tu culpa, lo sé. Ahora veo tu sangre creciendo en la alfombra, tu sangre roja, tan vietnamita como aquella noche, y no es diferente a la mía. Siento un temblor en las muñecas. La guerra vuelve siempre, como un látigo invisible y con un séquito de sueños oscuros. Como el Vietcong, sí, estrategia de guerrilla. Pero hasta hoy no me había alcanzado.

Monday, October 03, 2005

Un dios menor

Un dios menor

Nuestro mundo es el reflejo de las acciones, los anhelos y los sueños de un dios menor. Habita en algún punto del cielo, rodeado por otras divinidades turbias que a su vez proyectan otros mundos. En este lugar no existe un ente superior: el autor del universo ha muerto, era el Origen y estaba en su destino morir tras su nacimiento. Ahora gobierna toda la Existencia. El sistema que rige el cosmos es, pues, una suerte de democracia o anarquía.
Es claro que no siempre fue así. Al principio hubo dictadores, largos períodos de guerra, el orden llegó después. Al tirano más famoso ahora le dicen Diablo, aunque se lo conoce también por otros nombres. Satanás, Mefistófeles, Belcebú, Lucifer.
Los funcionarios del Estado son elegidos cada mil años, el recambio de las autoridades ha concordado siempre en los distintos mundos con momentos de crisis o grandes revoluciones. Las vicisitudes de nuestro mundo siguen las vicisitudes del mundo superior.
En el universo la existencia no es igualitaria. Hay niveles de perfección. La pureza y perfección de la realidad decrece a medida que se baja a otros niveles. Los que aseguran que el cielo es el último horizonte no pudieron resolver ciertas contradicciones con respecto a la creación y a la multiplicidad de mundos. Por eso, una leyenda habla de que existe otro peldaño más en la escalera cósmica, al cual no hay acceso. El nivel que viene después del mundo humano es la literatura y la mitología. Las leyes en este universo inferior son demasiado blandas y la realidad casi nula: hay unicornios, sirenas y sombras construidas con la materia de las letras. En la conciencia de los hombres permanece la falsa certeza de que son los verdaderos creadores de esos mundos.
En el cielo las cosas son transparentes, livianas y no proyectan sombra. Los intelectuales han escrito que se asemejan a los cuadros cubistas, porque uno puede mirar todas sus caras y lados simultáneamente. En el cielo cada cosa ha sido creada con una finalidad trascendente. En cambio, las imitaciones terrestres no siempre difunden la claridad de su esencia. A menudo los hombres se sienten perdidos ante el mecanismo secreto de las cosas. Esa grieta del entendimiento ha traído consecuencias funestas a lo largo de la historia.
Lo real, lo verdadero, es un atributo privativo del cielo. Allí las preguntas no existen, nadie sabe (nadie necesita) la palabra filosofía. El ser de las cosas puede ser comprendido únicamente en el mundo superior. A nosotros, los hombres, nos queda una zona de sombra, un contorno en la niebla, un principio remoto de conocimiento y certeza. Lo demás es angustia. Por eso, el hombre sólo encontrará su cara buscando en los espejos del cielo.