Estamos tan influenciados por la industria cultural y mediática americana que en el fondo se ha transformado en una suerte de segunda patria. Sabemos más de ellos que de cualquiera de los otros países más cercanos. Todos sabemos que el día de su independencia es el 4 de julio. ¿Alguien sabe el de Uruguay? ¿Chile? ¿España? Muchos de nuestros mitos contemporáneos surgen de ahí. Sus películas, sus series, forman parte de nuestro mundo de la vida. Sin haber estado ahí, conocemos sus ciudades, su idiosincrasia, sus políticos, sus temores, sus orgullos, sus conflictos, etc.
Entonces me interesó la idea de jugar con un estereotipo, llevarlo a su máxima expresión. Un hombre argentino, padre de familia, obsesionado con el estilo de vida americano. Desde siempre, su plan es mudarse allá. Lleva a su familia a vivir a USA. Pero algo sale mal desde el principio. Él no es americano. Y se lo hacen saber. Y al mismo tiempo, empiezan a aflorar en él las peores cosas de los americanos.
Al principio, pensé en contarlo desde el punto de vista del tipo, tenía una especie de monólogo fuerte, muy político, que en el fondo tiene muchos problemas literarios. Entonces pensé en hacerlo desde el punto de vista de la mujer, que era más interesante, pero también no podía sacarle todo el jugo. Y siempre me había estado rondando la cabeza la idea de varios narradores que arman la historia como un rumor encadenado. Y ahí fluyó... Empieza la mujer, después la suegra, el hijo, la mucama que se llevan allá, un colega del laburo. Con pequeños comentarios van desentrañando la personalidad de este tipo.
Transcribo algunos de los fragmentos:
Ahora que estamos instalados puedo contarlo. Al fin. Que entramos en un ritmo similar a la rutina. Los chicos ya no preguntan por Buenos Aires y encontré alfajores en un supermercado latino. Así de fácil es tenerlos contentos. La casa es amplia, luminosa e igual a muchas otras del barrio. Me estoy acostumbrado a ver mis cosas en su nuevo espacio. Al otro lado del mundo, proyectan las mismas sombras en pisos semejantes. Matilde y Lucía han madurado de golpe: perdieron la fascinación del idioma y de la tierra prometida, pero poco a poco se integran a su nueva escuela. Hace unos días, vinieron unos amigos a casa y desde la cocina los oí jugar durante horas, sin diferencias ni barreras. Juan, que era el que más nos preocupaba, parece haber superado la etapa de marsupial crónico: está encantado con el béisbol y esta libertad de andar en bicicleta afuera. De Pablo no sé qué decir. Parece feliz con el trabajo, con el auto nuevo. Por lo demás, yo creo que estoy bien. Ahora estoy sentada en el jardín, mirando la pileta. Nunca antes tuve una. Siempre fui un animal de ciudad. Tal vez por eso tengo el temor absurdo de que un chiquito va a saltar la reja y se va a caer. Que lo voy a encontrar yo, mañana, en un fondo con hojas y sapos.
Mamá dice que es normal ponerse nervioso cuando uno se muda. Lo extrañamos mucho cuando tuvo que hacer cola durante dos días enteros en el aeropuerto, para solucionar un problema de nuestros documentos. Parece que gente de todos países del mundo quiere venir a vivir acá. Cuando volvió de ahí parecía enojado o cansado. Mamá dice que hay que esperar, que cada uno tiene sus tiempos. Como nosotros somos chicos es más fácil acostumbrarse. Además papá nos preparó desde siempre para venir a Estados Unidos. En la otra casa, venía a la noche y se arrodillaba al costado de nuestras camas y nos contaba las cosas que íbamos a encontrar acá. Con las chicas decimos que exageró para que no nos pusiéramos tristes por la mudanza. La verdad es que ya no extraño tanto. Todo el tiempo nos hacía pruebas de inglés y de historia. Una vez me acuerdo que pasamos horas estudiando los nombres de los estados, Texas, Florida, Alabama, que son como cincuenta. California, Wisconsin. Hay uno que se llama Washington pero está a miles de kilómetros de la ciudad que se llama Washington. Es una de las trampas de la geografía nos dijo, y por eso tenemos que estar atentos.
Ya le dije a la señora de que me quiero volver. Vine porque era una oportunidad, porque acá en dos años podía ahorrar lo mismo que allá en toda una vida, pero ahora se me fue la esperanza. Ayer me la crucé en la cocina, sentí coraje y le dije: Señora, yo te respeto y te agradezco lo que ha hecho por mí, pero esto no puede seguir así, a este hombre lo han cambiado. Estaba segura de que me iba a decir de que era una desagradecida y una irrespetuosa, pero me tomó de las manos y me pidió que aguante unos días. Algo va a pasar en esta casa. Tengo miedo de quedarme sola en este país extraño, no pasa un día sin que revise mi cartera para ver si todavía está mi boleto de vuelta. Todo empezó cuando el señor me pidió algo en inglés, durante una cena. Lo miré y le dije, señor, disculpe, no te entiendo, pero no le importó. Siguió hablando, entre furioso y tranquilo, con los ojos fijos en su plato. A la hora de dormir, los chicos me contaron lo que significaban las cosas que me había dicho. Y yo sabía que no era bueno. De ahora en adelante en esta casa no se habla más español. Al principio, pensé de que no me iba a afectar, pero después lloré mucho. Me encerraba en el baño y abría las canillas para que nadie me escuchara. Traté de acostumbrarme, hice un esfuerzo, ponía las telenovelas y practicaba, pero no hubo caso. Parezco como uno de esos sordos, que sólo se comunican por señas. Me siento sola, los chicos son obedientes y me esquivan. En los últimos días, la rabia se comió a la tristeza. Ahora, cada vez que lo veo cerca, me hago la tonta, paso por detrás y le hablo a las paredes o a las plantas en guaraní. Sé que él me escucha pero no dice nada. Me río en silencio. Todavía ese idioma no está prohibido.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
1 comment:
estos textos son increibles!
Post a Comment